[Esta novela lleva escrita unos cuatro años. Finalista en el Premio Carpentier hace dos años, se suponía que saliera en esta FILH 2020 por la Editorial Letras Cubanas, pero la crisis de papel que sufre el país la mantiene en espera en la imprenta. Este libro es, como dice uno de sus personajes en algún punto, «una declaración de amor y una despedida». En él van tres grandes pérdidas, tres grandes dolores. Les adelanto este fragmento, publicado en el segundo número de la Revista La Gaceta el pasado año, donde se presenta una de las mujeres que habitan la casa vieja.]
Rosario Farrás
Desde su adolescencia Rosario Farrás escribía en un diario, con exactitud un tanto enfermiza, todo cuanto le acontecía: nombres de gente cool, fueran o no de la familia, la cantidad de cigarros fumados a escondidas en la beca, las caries, los granos provocados por el acné, los novios cuyos nombres rayaba con pintalabios en el baño de la escuela, los chicos que le gustaban, las pocas o ningunas ganas de estudiar. En esas mismas páginas juraba amor eterno a parientes y amigos de una manera insistente que demostraba, contrario a cómo lucía, su necesidad de compañía y admiración. A partir de los diecisiete años, en esos mismos diarios donde escribía que mal me caes, mamá, porque sabía de sobra que la madre lo leería, comenzaron a aparecer nombres de mujeres. Hora, fecha, lugar en que las conoció. Hora, fecha, lugar en que se despidió de ellas, aunque no para siempre. A partir de los diecinueve, luego de iniciada la carrera de medicina, de cada una tenía anotado, además de los gustos, manías, estado civil, y hasta los más escabrosos detalles personales, una hoja clínica con placas, análisis, padecimientos, enfermedades venéreas y respectivos tratamientos. Se le fue haciendo costumbre mirarlas por fuera, pero también por dentro. Las amaba desde los huesos y hasta las cicatrices admirando con conocimiento de causa esos defectos físicos que marcan tantas veces la diferencia. La misma belleza de lo imperfecto descubierto por Diego Rivera en el accidentado cuerpo de Frida Kahlo. Salir a la calle con Rosario Farrás, era como asistir a una pasarela:
-¿Ves cómo camina aquella?, tiene una cadera más alta que la otra. ¡Uf, no, demasiado separados esos senos, demasiado volumen, a mí no me engaña con ese ajustador! ¿Ay chica, ya, por qué me miras así? No todas pueden darse el lujo de que la asimetría del rostro les haya salido tan bonita como la tuya.
Rosario Farrás era, por decirlo de alguna manera, la versión femenina del hombre mujeriego. Una larga lista de nombres, algunos bastante famosos como para mantenerla a buen recaudo, era motivo suficiente para que se tejieran a su alrededor auténticas leyendas urbanas. Sagas dignas de un par de guiones que sacudirían no poco la modorra de la soap opera cubana y otro par con los que podrían filmarse unos cuántos policíacos, al incluir piernas arañadas por escapar saltando muros y conquistando recovecos de solares. Hasta que, un buen día, el menos pensado, conoció a una mujer, directora de una biblioteca, a quien sus encantos no daban ni frío ni calor. La directora no trasnochaba, no bebía, no fumaba, entre sus prendas íntimas no comparecían los hilos dentales, no seguía ni le interesaban las marcas, ni la farándula, ni los perfumes, ni los ángeles, ni los flirteos. Más sana que un roble, su vida transcurría entre libros, silencios, muy pocas palabras bien pronunciadas. Toda una tentación para Rosario Farrás, que a partir del momento en que la conoció se lanzó a una lectura desenfrenada de Quijotes, Infernos, Decamerones e Ilíadas. Con auténtico horror presenció cómo la otra hería su orgullo depredador riendo a carcajadas al escucharla recitar, de memoria, un poema de José Ángel Buesa. Aquella mujer había logrado en tiempo record, con un simple no, pero rotundo, el status añorado por tantas mujeres casadas, solteras, enfermas, sanas, embarazadas –estas últimas la gran pasión de Rosario Farrás. Y más, cómo era posible que le corrigiera, en frente de las demás, pronunciación y vocabulario, aplastando la gracia natural de Rosario Farrás con preguntas como: ¿Por qué no haces alguna especialidad? ¿Por qué no te consigues un trabajo en un hospital decente? ¿Por qué no te agencias –no dijo por qué no te luchas, dijo por qué no te agencias– una misión en el extranjero para que ganes un poco de dinero y algo de prestigio? –así dijo “algo” de prestigio. Más y más preguntas sumándole peso a lo que realmente sucedía: cada vez más libros que debía leerse y menos aventuras, cada vez más vocabulario nuevo a incorporar y menos flirteos, cada vez más cultura y menos descubrimientos de cuerpos femeninos. Más páginas y páginas vacías en el codiciado diario de Rosario Farrás, que hasta poco antes había sido mujer de responder a desafíos como el de aquella noche en que la conocí:
–¿A que no sales con las tetas afuera? –dijo alguien, y sonaba como esas cosas dichas sin pensar, en medio de la suculenta borrachera que al otro día nadie recordará. Pero a Rosario Farrás, eso lo supimos tiempo después, le bastaba con dos tragos para perder la paciencia, entre otras cosas y, sin dar tiempo a más, se quitó la blusa y el ajustador y salió por la puerta del balcón, entre los gritos y risotadas del grupo. Se asomó a la calle y escuchó a sus espaldas:
–Ah, pero al balcón sale cualquiera, eso también lo hago yo.
Nadie pudo darle alcance antes de la puerta de la calle. Nadie pudo evitar el desastre a tiempo. Incluso el elevador parecía confabulado. Salimos disparadas, como si fuéramos adolescentes en una estampida mayúscula, escaleras abajo. En el segundo piso una de nosotras resbaló perdiendo un tacón en la maniobra. Al traspasar la puerta abierta del edificio ya ella había ganado el mismísimo centro de la calle, el centro de la calle en una calle de Centro Habana, que ya es mucho decir. El tráfico se había detenido, la gente se descolgaba de los balcones, ya el viejo del parqueo se agarraba los huevos y Rosario Farrás abría los brazos al cielo. Las tetas le colgaban, enormes, esparramadas sobre sus costillas, y dos areolas quemadas, dos dianas en un pezón increíble, centrado, bien clavado en medio. Recuerdo que las viejas habían sido las primeras en aplaudir, como si aquello fuera un extraño acto de liberación. Nadie sabía cómo reaccionar. No todos los días se ve a la doctora del médico de la familia exhibiéndose en plena vía pública. Precisamente ella, que ha visto medio barrio en cueros alguna que otra vez, ofreciéndose de esta manera a la vista general. Siempre hubo algún niño despierto a esa hora, viendo aquello que habrá de recordar para el resto de su vida. Y el policía aquel que hacía la ronda agarrado inútilmente a su bastón. Nadie se atrevía a tocar a la doctora, por respeto, pensé yo. Hasta nosotras nos quedamos de pronto tranquilas, sin bromas, sin risas, atrapadas en una suerte de respeto fabricado en años. Dos minutos, fueron dos minutos de silencio. Y habría sido un lindo espectáculo de no ser por los hombres, que siempre la cagan. Yo creo que ella no habría llorado si aquel tipo no dice:
–Doctora, con todo respeto… usted necesita un hombre.
Pero en realidad lloraba, eso lo entendí después, al reconocer el tiempo que llevaba tratando de ser alguien que ella no era. La bibliotecaria, hueso duro de roer, había sido el primer nombre ausente al pase de lista de sus encantos. Esa misma noche, un poco más calmada, me confesó:
–Es que siento que ya lo tengo todo. Ya lo he visto y vivido todo… ¿ahora qué?
Por eso le dije, sin dar tiempo a más:
–Ven a vivir con nosotras hasta que vuelvas a ser tú.
El día en que Rosario Farrás se mudó a nuestra casa nadie podía dar crédito a la cantidad de diarios que había sido capaz de escribir entre los doce años y el comienzo de sus intentos de relación con la bibliotecaria. Perseverancia admirable, sin dudas, de la cual se vanagloriaba:
–Si J. K. Rowling lee esto, hace el pan conmigo.
Rosario Farrás siempre agradeció mi gesto. Con el que quedaba firmado, sin yo pretenderlo, un pacto de no agresión que garantizaba cláusulas vitalicias de no galanteo entre las partes. En virtud del cual yo podía pedirle lo que fuere, lo que necesitara y a la hora que lo necesitara. Hasta uno de sus riñones, de hacerme falta. Pero de todas formas, qué pena, debía ser honesta conmigo, El Vedado no le gustaba. Para ella Centro Habana, ese amasijo de vecinos habitando la ciudad pared con pared, siempre sería el lugar perfecto:
–No te aburres nunca. No hay manera de estar sola porque la vida de los otros te entra por todos los huecos posibles. Pones un pie afuera y ya es fiesta. El Vedado es demasiado estirado para mi gusto. Además, hay cucarachas.
De todas formas, la vida en esta casa cumpliría su objetivo, le ayudaría a salirse del abismo –pajuato, según Lina Linet– al que se había lanzado de cabeza y con los ojos cerrados. Pero no le sería tan fácil recuperarse del rechazo de la bibliotecaria –el chistecito de las tetas afuera le había cerrado las puertas definitivamente–, Rosario Farrás padecía constantes accesos de inseguridad, como si a la aventurera que llevaba dentro se le hubiera roto alguna pieza importante de su engranaje. La recordaba especialmente esos días puntuales del mes, común a todas, y en esos encuentros míos con Ana Manso, tertulias criticadas por Lina Linet y Rosita Aparicio que aseguraban que yo estaba perdiendo el tiempo, porque en la cabeza de Ana Manso solo quedaba lugar para otra mascota. En cierta ocasión Rosario Farrás se asomó a la puerta, mientras yo le explicaba a Ana Manso la diferencia entre el realismo mágico y lo real maravilloso, y nos dijo:
–Ah… el realismo mágico es, les explico, esa amante que encuentras en el lugar menos pensado. Por ejemplo, cuando ibas a comprar leche en polvo al solar de la esquina y te encuentras a una rubia trancando su puerta porque se va para la calle a luchar lo suyo. Una rubia lindísima, que luciría muy fina de no ser por la licra que lleva puesta, de no ser por el sol tropical que le ha quemado hasta las pestañas y su manera melódica y vulgar de decirle a la vecina que solo va a salir un momentico, solo un momentico y regresa enseguida. La misma rubia que baila guaguancó con los maridos de las vecinas y por nada del mundo se pierde un toque de santo. Ese realismo mágico le despierta a una el nerviosismo, el salto en el estómago porque cómo es posible que esa rubia… Dios mío, ahí, no se supone que… ¿tú me entiendes? Por racismo, para qué negarlo si eso aquí se ve todos los días, una piensa que es imposible el binomio rubia-solar. Rubia exótica que vive de esa supuesta contradicción y necesita el quorum que la vacile, le tire piropos, la haga sentir que su realidad es mágica. Pero bueno, apartando el asombro de encontrarla ahí, una sabe lo que puede esperar de ella. ¿No? Lo real maravilloso, por el contrario, está delante de los ojos todo el tiempo, pero hace falta que los ojos sepan ver. Es esa mujer de su casa, con hijo y marido, que ha repetido hasta soltar la gandinga el discurso machista y cuando nadie la creía capaz de torcerle el pescuezo a un pollo porque se acostumbró a comprarlo congelado, aquella mujer te dice con unos ojos del carajo, ven… pasa, mi vida… Una entra en sus predios y descubre, por la forma en que regaña al niño (regaño de caricia), y acaricia al marido (caricia de regaño), que es ella quien manda y no el marido, como pensaban los machos del barrio. Lo real es que esa mujer siempre estuvo ahí, siempre fue lo que vemos ahora, un mujerón desnudo sobre la cama regalándonos esa revelación privilegiada de la realidad, es decir, lo maravilloso de que hablaba Carpentier en su prólogo de El reino de este mundo. La mismísima Deméter encarnada, una Calipso ofreciéndonos todo, ay, de todo para que nos quedemos para siempre en su isla. Lo mejor de lo real maravilloso es cómo se siente, porque contarlo, lo que se dice contarlo, es prácticamente imposible. O quizá sí, pero saldrían unos quince tomos más o menos y nadie está para leer tanto. ¿Verdad que no? La rubia y el realismo mágico viven de su campaña publicitaria, nunca fue más cierto el dicho de cría fama y acuéstate a dormir. La mujer casada, es decir, lo real maravilloso, es, siempre ha sido, no necesita testigos y, como decimos aquí en Cuba, las mata callá.
(…)
Rosario Farrás hablaba entrecortado, enredaba las palabras. No había terminado una frase y ya empezaba otra. A veces era difícil seguir el hilo de la conversación. Incluso, una se veía obligada a volver atrás e insistirle en que repitiera, hacerle preguntas de comprobación a fin de saber si lo que se había creído entender era lo correcto. Debo confesar que, en un principio, me arrepentí de haberla traído, por lo difícil que se volvió la convivencia. La personalidad de Rosario Farrás, aparentemente moldeable, entraba en conflicto con todas las demás cuando se pasaba de tragos. En plena borrachera se frotó uno de los muñecos de Lina Linet por todo el cuerpo demostrando con ello lo que haría con Angelina Jolie cuando se le pusiera a tiro, desplazó a Ana Manso de la cocina argumentando que comerse lo mismo todos los días –se refería a los ajíes rellenos y a algo más– le alejaba las mujeres, y acosó a Rosita Aparicio susurrándole tras la puerta del cuarto:
–Oye, yo sé que me estás escuchando aunque no me quieras abrir. A ti, que te gustan tanto los olores, te doy la razón. Ay, chica, sí, el olor de una casa es importante, agradable, de verdad necesario. Pero óyeme lo que te voy a decir, nada mejor que el olor natural de las axilas, la zona contraria al codo, cuello, ingle, detrás de las rodillas, cuando acabas de bañarte con un jabón no muy perfumado y sobresale ese olor propio que ha procesado alimentos, clima, estados de ánimo. A veces un olor que absorbe todos los perfumes que se le echan encima. A veces, por más esfuerzo que se haga, es un olor corrompido. Si hueles ahí y te gusta es señal de que todo funciona. Déjame olerte, chica, anda. Vamos a ver si la cosa funciona entre tú y yo.
–¡Enferma! –gritaba Rosita Aparicio mientras Lina Linet le daba la última patada a su cigarro y luego escribía al lado del muñequito que había pintado: loca.
Y nadie reparó, quizá porque siempre fue de poco hablar, en el silencio, la atención con que Ana Manso miraba a Rosario Farrás cuando estaba presente y cómo se le perdía la mirada si no estaba, pero hablábamos de ella. Al principio, hablábamos mal. Rosita Aparicio fue la primera en echármelo en cara porque yo no debía, con quién había contado para eso, abrir la puerta de su casa de esa manera a semejante desconocida. Después, comenzó a sospechar de mí. ¿No sería yo una asesina en serie que planeaba filmar un reality show a lo Stephen King y por eso seguiría metiendo presuntas víctimas en mi casa hasta rellenar todos esos cuartos que aún quedaban vacíos? “Una masacre en La Habana”, ese sería muy buen material audiovisual para venderle a esos medios extranjeros y alternativos tan ávidos de develar la “verdad” cubana. Lina Linet boceteó un banquete, parodia de la última cena, donde La gitana presidía la mesa y se traían en una bandeja las cabezas de todas como si se sirvieran ajíes rellenos con atún. Hasta yo comencé a dudar si no tendrían razón. Después de todo, era real que Rosario Farrás exhalaba ese aliento salvaje de los depredadores, movía su cuerpo de largas extremidades con la misma gracia de un felino que previamente ha marcado el terreno orinando las esquinas. Sus ojos intensos nos seguían a todas partes aprendiendo de memoria nuestras rutinas al punto de ponernos el termómetro para llevar el record de nuestras respectivas temperaturas, marcar el día exacto de nuestros menstruos –ahora usaba fichas técnicas, como le había enseñado la bibliotecaria–, tomarnos el pulso para comprobar el poder perturbador de su titánica presencia. La profundidad de su mirada reafirmaba esas intenciones suyas prometiendo no tener límites y todas, en mayor o menor medida, nos sentimos acosadas por ella. Recuerdo que los primeros tiempos valoré la posibilidad de entrar a requisar su cuarto, revisar los cajones, leer sus diarios. Si había una verdad por descubrirse estaría allí, sin dudas. Pero nunca lo hice. Aunque supiera que Rosario Farrás ya se había marchado a cumplir alguna guardia o ese recorrido obligatorio de los médicos de familia, yo sentía como si algo le estuviera cubriendo la retaguardia. Un vigilante sembrado frente a nuestras narices que no dudaría dos veces en delatar mi incursión y haría trizas ese privilegiado pacto que me colocaba varios pasos por delante de las demás. Creo que me frenaba el miedo a poner en blanco y negro un motivo para echarla a la calle. Todavía me demoraría en descubrir que algo dentro de mí se había rendido cobardemente a sus encantos. El vigilante, tardé en reconocerlo, era yo.
–En el fondo es una mujer con miedo –sentenciaba la gitana.
Y puede que tuviera razón. Qué otro motivo tendría la resistencia que Rosario Farrás ofrecía ante el compromiso cuando argumentaba que dormir en cucharita era el punto final tanto de la aventura como de la gran novela. Para ella tener una pareja mujer era más que todo gozar, mientras fuera posible, de la presencia de alguien que sabe con exactitud dónde está el clítoris hasta que se convierte en una amiga y termina cambiándolo –al clítoris– por un pijama, una jarra de café con leche calientico para mojar las galletas y una telenovela de Univisión para mirar juntas desde la cama. Aunque, es verdad, una mujer siempre comprenderá mejor que los hombres ese humor contradictorio de los períodos de ovulación, la necesidad de la caricia, el no de las mujeres cuando significa sí, y viceversa, ese llanto imprevisto y aparentemente sin sentido tras el orgasmo femenino. Por eso ella, Rosario Farrás, en lugar de llorar, reía, a carcajadas, por largo rato y sin pausas.
–Me río –confesó– para vengar a todas las mujeres mal cogidas de este planeta. ¿No ves que estoy actuando para ti? Ay, chica, y si tú supieras la de cosas que puedo ser. Tú solo dime, pide por esa boca… ¿qué quieres que sea? Desfachatada. Femenina. Complicada. Parlanchina. Tímida. Eficaz. Creativa. Muda. Ágil. Egoísta. Comedida. Streaper… eso… adiviné, ¿quieres que sea una streaper para ti?
Era una mujer usando varias máscaras para ocultar a la Rosario Farrás romántica y frágil disimulada en el más escandaloso anonimato. A la que nadie se molestaba en complacer y muy por el contrario todas le exigíamos implícitamente, acomodadas en su disposición natural a resolvernos la vida, que diera el primer paso, pagara todo, se hiciera cargo, dijera el remedio y lo hiciera efectivo, que no llorara y aguantara, como un hombre, los palos que nos tiene reservados la vida. También, porque salía literalmente corriendo cuando la susodicha de turno le proponía algo serio. Pobre infeliz que, una vez abandonada, llamaba con el corazón en un hilo a los hospitales y las estaciones de policía, atormentada por un posible accidente o brote repentino de dengue o zika, sin sospechar que estaba en presencia de una ruptura ad hoc. Y sí, habría hecho falta la policía para rescatar a Rosario Farrás del autosecuestro y una ambulancia para los primeros auxilios, porque lejos de la maldad que podría inferirse ante semejante comportamiento, en realidad, Rosario Farrás sufría enormemente. Hasta fiebre le daba su incapacidad para el compromiso y los perjuicios ocasionados a la víctima de turno tras intentar ser a toda costa, y lograrlo, la persona ideal.
Hasta que comenzó a demostrar que, sobria, era otra Rosario Farrás. La que limpiaba y ponía orden en el cuarto de Lina Linet, llevaba el desayuno hasta la cama de Rosita Aparicio los fines de semana a las once en punto de la mañana –ni un segundo más, ni un segundo menos–, cuidaba de los animales, de las plantas, de cada una de nosotras con una sopa para la resaca o cuando enfermábamos y combinaba sus conocimientos médicos con extrañas prácticas. Enseñó a Ana Manso a cocinar otros platos igual de deliciosos y la eximió de rescatar a Rosita Aparicio un par de veces, representando aparatosamente el personaje de “novia celosa”. En otras palabras, se fue acomodando entre nosotras, más bien haciéndosenos querible, presente, necesaria. Tanto, que cuando anunció que por fin se había agenciado –no dijo luchado, dijo agenciado– una misión en el extranjero, pusimos el grito en el cielo, porque ya no nos imaginábamos la vida sin ella.
–No te alquiles, por favor, si es cuestión de dinero, yo asumo –fue capaz de decir Rosita Aparicio.
–¿Hasta cuándo seguiremos perdiendo médicos? –argumentó Lina Linet en medio de otro de sus sobreactuados vueles patrióticos–, ¿hasta cuándo se va a ir la gente de este país para poder tener cuatro pesos de mierda?
Pero si algo habíamos aprendido en todo ese tiempo, era que demostrarle cariño resultaba ser la mejor forma de alejarla. Rosario Farrás era capaz de dar mucho amor, pero le costaba recibirlo. De modo que le organizamos una fiesta de despedida, donde todas estábamos tan tristes que nos emborrachamos más rápido de lo normal. En una de esas, dijo al advertir la profunda tristeza en los ojos de Ana Manso:
–Pues sí, la homosexualidad es como el exilio. Trágico, lleno de despedidas, a la larga, voluntario, pero con la enorme diferencia de que una, físicamente hablando, no se fue a ningún lado. Al final deberíamos tener otro carnet de identidad que diga…
este muerto ya no tiene dolientes,
todos sus órganos están disponibles,
menos el corazón,
que está hecho mierda.
Lina Linet aprovechó el momento para regalarle una Marilyn Monroe de papier maché, desnudita y con alas, para los momentos en que necesitara inspiración. Rosita Aparicio le colgó al cuello su angelito de oro y le metió en el bolsillo un paquetito muy bien doblado. Yo cerré los ojos y le canté, y cuando los volví a abrir, Lina Linet estaba llorando a chorros, Rosita Aparicio se secó disimuladamente una lagrimita, Tino se fue con el rabo entre las piernas como si alguien lo hubiera regañado y Ana Manso le plantó un beso en la boca a Rosario Farrás, que ni forcejeando pudo quitársela de arriba, puesto que ella nunca levantó pesas ni fue a gimnasio alguno y, a pesar de su estatura y peso, terminó siendo un paquete arrastrado firmemente por la otra. La otra cerró la puerta de su habitación y el resto nos fuimos a dormir, que era la única manera de tapar por un rato aquella tristeza. Lo último que escuché antes de quedarme dormida fueron las carcajadas de Rosario Farrás que retumbaron por toda la casa. Vengativas, se colaron en todas las habitaciones del piso superior y hasta en el cuarto cerrado. Bajaron las escaleras con esa intención desenfadada de regarse por el resto de los salones, irrumpieron en la terraza y el portal y al salir rompieron el cristal flojo de la entrada, llegaron a las cuatro esquinas y contagiaron a todo el que encontraron despierto a esas horas. Esa noche rieron el custodio del parqueo, el viejo que duerme todas las noches en el parque, el borracho que todavía no llegaba a casa y los adolescentes que practicaban en grupo alguna diablura. Se carcajearon la viuda, el huérfano, la virgen, el obrero, el chivatón, el negociante, el policía, la puta, el profesor, el ciego y el vidente, el delegado de la circunscripción, la enfermera de guardia, la tendera, la abuela, el combatiente, el panadero, el chofer de guagua y el chofer de almendrón, y hubo quien rio dormido mientras soñaba que, al fin, Dios mío, ¡reía despierto! La Habana entera soltó una amplia carcajada como vengándose de sus malos amantes, como recuperando en un solo revolcón tanto tiempo perdido, tantos años invertidos en tratar de ser algo… que ella no es.
(…)