El olor del mar

 

El olor del mar, cuando me siento en el malecón a pensar en todo y en nada, me tranquiliza. El de la bahía, tan contaminada, se me traba en la garganta. Cuando voy por las calles de la Habana Vieja, me pasan ambas cosas. Me preocupo, siento que avanzo demasiado, y hasta me da la impresión que demoraré mucho en encontrar el remedio que estoy buscando. Por lo general pasa algún extranjero por mi lado y ni cuenta se da que huele tan mal –el extranjero.

¿Y La Habana? –dice mi letra de molde tapándose la nariz.

Sobre todo a las cinco de la tarde cuando todos van en la guagua de regreso del trabajo. Sobre todo cuando los muchachos han estado tres horas, bajo el sol, jugando fútbol. Sobre todo en al agromercado donde siempre habrá un cajón de frutas podridas destilando líquido y alguien dejó la lata en el patio tras del comedor, para recoger el sancocho del puerco. Sobre todo, el puerco.

Es en vano cazarles la pelea, porque a veces hasta el almendrón más cuidadito te deja en las ropas, en el pelo, ese horrible olor a petróleo, a humo, a lata, a gasolina. A veces, hasta el taxi –el taxista- en pesos convertibles. Cuando entras a una oficina con aire acondicionado los olores se sienten más, y siempre alguien no puso el jean al sol y un olor a humedad… mejor irse. 

Qué mala suerte la nuestra que cuando encienden un incienso en ciertos programas televisivos a uno ni le llega el olor. ¿Por qué olerán a saco las bodegas? ¿Por qué huelen a guardado las tiendas en moneda nacional? ¿Ese pan de la bodega es de hoy? ¿Por qué unas tiendas huelen a flores y las otras a naturaleza muerta? ¿Nadie ha intentado imaginarse los olores de un dramatizado cubano?

Qué fuerte la guagua que viene de regreso de la playa donde los alientos arrojan ese tufo a alcohol. No sé para qué se encierran tanto para hacer la misa espiritual si no hay aroma más delator que la albahaca con colonia y el humo de tabaco. ¿Por qué al cubano le gustará tanto ese perfume chillón que te dejan en pleno cachete después del saludo? ¿Alguien compra el aromatizante que lleva el vendedor y que todavía se siente al doblar de la esquina?

Los cubanos sabemos que al baño público no se entra a menos que se hayan arrancado de raíz todos los árboles de la ciudad, que parque o escalera que duerma a oscuras, al otro día amanece premiado. ¿A quién se le ocurre sentarse en Prado sin antes revisar? Me encantan los chiviricos, pero no resisto el olor del aceite usado y vuelto a usar.  A veces, me ahoga entrar a los cines y teatros viejos.

En Cuba, la mayoría de los olores duran jornadas de doce horas. Por el día nos castigan duramente hasta cortarnos el aliento –como la levadura al pasar junto a la panadería- y por la noche salen, perfumados hasta los huesos, según el poder adquisitivo de cada quien. Lástima que en algunos bares –donde permiten fumar- se apaguen pronto los buenos olores con tanto humo de cigarro.

Hay días, sobre todo en el invierno, en que la ciudad no huele a nada. Hay una pausa, un vacío tan breve como nuestro invierno donde el sentido del olfato se repliega unas horas  para, con la misma, soltar riendas como en los carnavales o cuando asan un puerco en el patio y hay tamales y congrí y ese olor dulzón-empalagoso del guarapo hace que te tomes un vaso, o dos, o tres.    

Por el olor, Tim me dice cómo viste, dónde vive, cuántas horas hace que salió de su casa, si el pan con jamón de su negocio es fresco, si vino en un almendrón o caminando, si se bañó con nácar o palmolive, si puedo invitarlo a algo tan barato y sencillo como sentarnos en el malecón para que el aire nos dé de frente borrándonos ese olor a polvo que, como a veces pasa al principio de la lluvia, inunda la ciudad.