Era normal, si se quiere ver así. Yo había caminado cerca de dos cuadras y media cuando lo vi por primera vez. Siguió detrás de mí, pero no en mala onda, sino cuidándome. Husmeó en una esquina, orinó y luego me buscó nuevamente entre la gente. Dicen que cuando esas cosas pasan San Lázaro lo protege a uno. La señora no se había levantado todavía, tuve que esperar sentada en el portal, unos veinte minutos más o menos. Luego me registró y me dijo que yo no tenía ningún problema, me mandó a llevar unas frutas al mar, eso fue todo. Justamente por eso no pensé que pasaría algo malo con mi abuela cuando empezó con las fiebres. Los médicos no sabían, lo mismo era neumonía que infección en los riñones. La llevamos a varios hospitales, pero nada. Justo el día en que esperábamos el resultado del análisis más importante, en la noche anterior, yo tuve una pesadilla horrible. Algo estaba encima de mí y me soltaba un vaho frío sobre la cara, me decía que no insistiera, que nada de lo que yo hiciera cambiaría las cosas. Recuerdo que tenía las manos sobre el pecho, y no podía moverme, el frío me llegaba a la garganta y seguía más abajo. No podía moverme por más que quisiera. Esa fue la última noche de mi abuela. Al día siguiente, cuando llegué al hospital, ya se había muerto.
La verdad, para mi madre fue un descanso. Cuidar a su suegra tantos años no fue tarea fácil, sobre todo después de haberla odiado tanto, de haberle hecho a mi padre la vida imposible cuando estaba en este país, según los cuentos que escuché. En la funeraria había muy poca gente, y es que mi abuela, la verdad, no era una persona agradable. A ella lo único que en verdad le importaba era el dinero. Al morir dejó el escaparate lleno de cosas y de dinero enrollado en cuanta esquina era posible. Había una colección de jabones ya sin olor, talcos, sábanas y toallas sin haberse usado jamás, amarillas por el tiempo, como si se le hubiera quedado media vida sin usar dentro del escaparate. Lo que más me sorprendió fue un dibujo que tenía pegado a la puerta, yo nunca alcancé a verlo porque el escaparate siempre estaba cerrado con llave, ni siquiera pensé que ella pudiera conservar aquello. Era un dibujo que yo había hecho una vez, me senté delante suyo y la dibujé sentada en un sillón en el portal de la casa, mirando las plantas, me dijo que eso era una falta de respeto, me quitó el dibujo y se lo llevó. Pensé que lo habría tirado.
Por casa desfilaron todas las hermanas de mi padre, todas, sin excepción de ninguna, reclamando su parte de la herencia. Se llevaron todo incluidos el escaparate, el colchón viejo con miles de muelles saliendo y el cubo de mi abuela, el que solo ella estaba autorizada a usar. Extraño suceso la muerte. Nadie más asistió a su entierro, salvo mi madre y yo, las dos personas que le acompañaron los últimos años de su vida y que no se quedaron con ninguna de sus pertenencias. Su muerte fue como algo más para convencerme, una parte de mí se moría para hacerme entender que esta vida hay que usarla, hay que hacer cosas y sobre todo hacerlas ya. Mientras bajaban la caja me dio por pensar cuánto le habría quedado por decir, con la muerte se muere hasta lo que nunca fue. Mientras le preparaba la corona de flores pensé qué poco le duraría esta despedida de colores. Nunca me esmeré tanto con las flores de un muerto como aquella vez.