—¿Vamos a retocarnos el maquillaje?
Dijo Amelia y Elenita no se lo pensó dos veces. La puerta del baño chirrió desconsolada tras de ellas hasta que pasaron el pestillo por dentro. Amelia sacó la hierba y la acomodó dentro de la pipa. La encendió, aspiró profundamente cerrando los ojos y el humo salió rato después, casi manejable, por la ventana. Volvió a aspirar hasta el final de sus fuerzas.
—Esta pipa la compré en Santiago de Cuba —Amelia se sentó en la lavadora y, con un gesto enérgico del brazo, se la alcanzó a Elenita—, está buenísima.
—Bájate de ahí, chica, si mimí te coge te va a matar, nunca más nos alquilará la casa —dijo Elenita manoteando para dispersar el humo. Sus ojos se volvieron dos rayas y comenzó a reírse descontroladamente cuando Amelia apretó uno de los botones con la nalga y la lavadora echó a andar.
—Qué no nos va a alquilar si con nosotros hace el pan —Amelia apagó el botón y estiró la mano para reclamar la vuelta correspondiente—. Fue en una producción. No, no, miento, fue una pre, fui a tirar fotos de locaciones por toda la isla y me llegué al Morro de Santiago, ahí la compré.
—Vamos, no vaya a ser que empiecen a buscarnos —le dijo Elenita y detuvo a Amelia por los hombros, ya casi estaba encima de ella.
—Si se oye clarito clarito… —dijo Amelia y tiró del pestillo. La puerta renqueó primero para luego abrirse. Nadie alcanzó a verlas porque en la sala solo estaba la maquillista acostada en el sofá, con una toalla sobre la cara trataba de descansar unos minutos hasta que alguien descubriera su ausencia en el set. Pasó la muchacha del catering cargando una cesta enorme con los panes que habían sobrado de la merienda y el asistente se asomó por la reja haciéndole una mueca que quería decir, dónde estabas. Ya habían dado el corte y al director le estaban saliendo unas enormes orejas de burro cuando dijo:
—Ahora vamos a las tomas en el malecón.
El mudo miró a todos lados, por si acaso, pero nadie se le acercó. La impedimenta empezó a cargar los cables, los trípodes, las luces, todo lo tiraban dentro del camión. Todo. La impedimenta trabajaba y se reía, se reía y trabajaba. Cuando las mulas llegaron al malecón ya el de la casa productora estaba allí y se acercó al equipo:
—¿Quién llamó a Elpidio Valdés?
Y uno del equipo le contestó señalando a Carlos, el asistente de dirección:
—Este que está aquí atrás –dijo.
Carlos lo miró por encima de los espejuelos qué cómico eres le dio unas palmaditas en el hombro a modo de saludo y empezó a dar órdenes. Veinte minutos más tarde se escuchaba:
—¡Arriba María Silvia! —Carlos diciendo esto miró al director y levantó la mano, miró a la actriz y entonces— ¡Acción!
—Esta isla es amor —dijo María Silvia y se acomodó su pelo rizado y muy negro por detrás de los hombros—. No solo el amor carnal sino también ese que nace del
espíritu. En esta isla se ama muchas veces… y se muere también de amor.
Al horizonte se divisaron unas siluetas que crecían lentamente, se acercaban dos hombres que al llegar al set vestían uniformes azules, soldados de la artillería de Manguito Dulce con bastones y por aquí no pasarán.
—¿Y utedes tienen permiso pa´filmal? —dijo uno de ellos inflando el pecho y agarrándose el cinturón con ambas manos.
Amelia les dio los papeles e hizo una seña para que les trajeran una merienda a cada uno. Los soldados de Manguito Dulce soltaron los papeles, agarraron la merienda y se recostaron al muro. Ni se dieron por enterados cuando pasó una caravana de autos pitando y gritando ¡Viva España! ¡Este Mundial es de España! Amelia miraba a los artilleros tan tranquilitos comiéndose la merienda como si con ellos no fuera. Al plano entra Boris, el sonidista, empujando su carrito lleno de equipos y cables, un alemán viejo y canoso que ha trabajado en un montón de películas famosas.
—¿Qué le parece el ruido de Cuba? —preguntó Elpidio Valdés con la esperanza de que esta vez se le pegara algo.
—Aquí la gente existe –confesó el viejo sonidista-, no sé cómo, pero existe. Todo el mundo se hace sentir. La Habana es una ciudad bulliciosa, vulgar y encantadora.
Por la avenida pasó un Mercedes chapa negra con la bandera española aleteando en uno de sus flancos, se detuvo unos instantes junto al set y la gente empezó a gritarle:
—¡Viva España joder! ¡Llévame pa´ España cojones!
Y el mudo que ni se molestó en gritar por razones obvias fue el único que alcanzó a oír claramente cuando Amelia dijo:
—¡Por fin!, ¡logré cruzar la trocha del Ministerio de Salud!, ¡estoy en España!
Pero el Mercedes siguió su camino con la alegría de su victoria aleteando en la banderita. Había una puesta de sol hermosísima y ahí estaba la cara inconfundible de María Silvia, repitiendo la toma quién sabe cuántas veces:
—Yo no quiero irme de este país. Sí quiero conocer el mundo, eso sí, pero quiero regresar porque esta es la tierra a la que pertenezco.
—Permiso, jefe, ¿qué ha dicho esa? —dijo uno de montaje y en el fondo se oía la risa de Elenita, aunque su cara permanecía serena, circunspecta, sin mover apenas los labios. Pero las carcajadas de Elenita se oían muy alto y el director le gritó a Amelia que acabara de regresar de la trocha esa porque se había acabado el agua en el set, que la actriz se estaba muriendo de sed, que mandara a alguien, inmediatamente, a buscar agua. El Blackberry de Carlos empezó por vibrar y luego se alzó el volumen dejando escuchar claramente a los músicos de Bremen. Todo el equipo técnico cayó de rodillas, la gente se abrazaba llorando, lloraba y reía la gente diciendo cómo es posible, igualito que los rusos que son muy sentimentales y las orejas de burro del director ya eran orejas de un burro adulto, bien desarrollado en su desesperación. Amelia se acercaba por fin con un botellón de agua en cada mano. Casi no podía con aquello.
—Si se riega este chismecito en la tropa… —dijo y no pudo terminar la frase porque le faltaba el aire y tuvo que soltar los pomos.
Qué cómica eres, le habría dicho Carlos si no llega a ser por la cara del polaco que lo miraba con ganas de tirarle el Blackberry malecón afuera.
Todo el mundo permaneció después de eso en silencio, nadie sabía qué hacer con las orejas de burro del director porque aquí la medicina es gratis pero eso no le enseñan en la escuela de medicina y María Silvia que no se callaba con nada, con nada, con nada:
—Yo no quiero irme de este país. Sí quiero conocer el mundo, eso sí, pero quiero regresar porque esta es la tierra a la que pertenezco.
Elpidio Valdés estaba sentado con los negrones de montaje tomándose un planchao y todos empezaron a burlarse de María Silvia:
—¿Cuándo me pagan? —preguntó María Silvia a Amelia—. Tú sabes cómo es esta gente. Mucho documental, mucha cosa revolucionaria pero si te haces la boba, no te pagan.
—¿Dónde está Amelia? —pregunta el director.
—¡Aquí! —se le oye gritar.
—¿Dónde? —pregunta Elpidio.
—¡Aquííí! —grita ella, ahora con los brazos en jarra y los ojos aguados.
—¿Dónde estás? —se oye al burro del director—. ¿En España?
Amelia se ha dejado caer sobre la acera. Casi sin fuerzas, apoya sus manos sobre el suelo y baja la cabeza:
—… aquí, coño.