[De todas las declaraciones de amor que he escrito en forma de cuentos o novelas, esta es una de las más dulces. Digamos que la escribí para curarme el amor imposible. Lo que ni siquiera sospechaba era que, al darle a leer el cuento en busca de su aprobación para publicarlo, él me pediría poner su nombre. Enfermo de una dolencia bastante rara que llevaba cuidados especiales, casi contaba sus días y así me dijo: «Me preocupaba irme sin dejar huella. No imaginas cuánto te agradezco.» Por suerte emigró a otro lugar donde mejoró su calidad de vida, sigue siendo un hombre de vivir intenso y sospecho que es muy feliz.]
CARTA A MI PROFESOR DE FRANCÉS
A Giomni H. Ruíz, mi profesor de francés,
en mi afán de eternizar esos, sus minutos
que saben a muerte de realidad.
¿Cómo es posible que con esta luna, yo pierda la vida?
Federico García Lorca
Elijo Baudelaire. Me paro en frente de todos y hablo sin parar. Aplausos. Usted me felicita, elogia mi fonética calificada de «envidiable». Debo haberme sonrojado, porque delante de usted me es difícil mantener mi rostro controlado y duro, además porque no me gusta que me halaguen en público. A pesar del calor que sube por mis mejillas y ahoga mi rostro busco afanosamente en sus gestos una señal, una mirada cómplice, quizá un guiño, un roce… pero no: calificación excelente, nada más. A la salida pienso que el camino recorrido juntos será suficiente para entablar una conversación más íntima, desandar algún breve espacio interior que me permita lanzar un puente invisible hasta su vida: incógnita de muchos. Tampoco sucede, alguien más nos acompaña. Reímos de la ciudad, la gente, la vida en otros lugares. Hablamos de su viaje, de nuestros libros, la religión y la medicina. Nos pone tristes la decadencia física que nos rodea. Admiro en silencio su erudición, su elegancia en el discurso y, al subir al ómnibus, trato de quedar delante suyo, porque quizás la gente se dé cuenta y lo empuje hacia mí, y todo su cuerpo será pegado a mi espalda por un segundo y su frase en mi oído: excuse moi, me obligue a un pas de probléme[1], y no me movería en lo absoluto, sería muy agradable recostar mi cabeza en su pecho y recitarle:
(…)
que tu viennes du ciel ou de l´enfer, qu´importe,
ô beauté! Monstre énorme, effrayant, ingénu!
si ton œil, ton souris, ton pied, m´ouvrent la porte
d´un infini que j´aime et n´ai jamais connu ?[2]
(…)
Pero debo quedarme antes que él. Por obligación mis pies bajan despacio y camino junto a las ventanillas, miro hacia atrás y le busco entre tantos cuerpos. Levanto la mano, saludo como si estuviera en el andén y usted se fuera a la guerra; un tren que se lleva mi soldado, mi hombre, y yo: mujer triste con sombrero, vestido de encajes finos, manos suaves con guantes y abanico, me pregunto si será la última vez que lo vea… me despido.
Después pasa el resto de la semana. Así de sencillo: pasa. Abro los ojos temprano después de noches de insomnio, voy al trabajo y regreso, tiempo inútil; escribo en las madrugadas: papeles arrugados sobre el suelo, ideas estériles. Mi diario recibe las impresiones del día y a ratos escribo en francés je voudrais… peut être… il m´a dit ce moment là…[3]: resumen angustiado del ínfimo espacio en el que estamos solos.
El sábado lo encuentro en el teatro. Pienso que la suerte por fin está de mi lado. Hablamos de su libro, usted promete enviarlo por correo, prometo leerlo… y lo leo. Lo leo y lo busco a usted dentro del libro. Lo leo y siento que me mira como ese día, con sus ojos directo a mis ojos, y yo pensando ahora que quizás no lo ame del todo, es probable que ame la duda que se renueva cada día que pasa, esa duda mía reafirmada por este, su libro, su libro que no arroja nada claro hacia mis pensamientos. Amo la duda, sí, la incertidumbre, la imagen suya que ha crecido en mi cabeza: tengo miedo de que usted no exista. Amar a alguien que no existe es el amor más imposible de todos los amores imposibles que hay en el mundo; y este libro se evapora dejándome en las manos un rompecabezas.
La otra clase llega lenta, como el tiempo demorado que no falta cuando uno está apurado por algo. Y usted habla pero yo no puedo responder cuando me pregunta porque no lo escucho, solo lo miro y quiero pensar que detrás de sus palabras hay un mensaje en clave para mí. Algún alumno dice algo tonto y usted busca mi complicidad con la mirada, hace una mueca con sus labios, un gesto que yo reconozco mío desde la primera vez que reímos juntos de aquella tontería del autosuficiente de la clase.
Pienso que este será el día, me dirá algo y yo entonces podré contarle todo, absolutamente todo y recobrar mis noches. Pero en su gesto de salida no está la mirada que me busca para salir juntos. Su cabeza se alza sobre los demás buscando a alguien que espera afuera. Ojos alegres cuando tropiezan con la mano fuerte que se alza y le saluda, justo como mi mano en el andén, pero este es un saludo de bienvenida, soldado que llega de la guerra y alguien lo espera: otro hombre lo espera. Caminan juntos entre la gente de ciudad y no mira atrás: usted no mira atrás. Lo sigo con la vista hasta verlo desaparecer en la esquina.
Ahora llego a casa y beso a mi padre sentado frente al televisor sin audio, viendo las mismas imágenes de siempre, las conoce de memoria. Antes podía soportar el calor, la falta de luz y vida creativa a mi alrededor, todo era posible gracias a mis clases de francés. Ahora no, ahora llego a casa y mi madre se abanica con el periódico de hoy doblado por la mitad: noticias tan ligeras que su mano no solo las sostiene sino que las balancea en el aire, aire pesado y repetido. Ahora pienso tristemente en usted y le dedico un poema:
(…)
le tombeau, confident de mon rêve infini
-car le tombeau toujours comprendra le poëte-
durant ces grandes nuits d´oú le somme est banni,
te dira : -que vous sert, courtisane imparfaite,
de n´avoir pas connu ce que pleurent les morts?-
-et le ver rongera ta peau comme un remords.[4]
No embadurno papeles, no escribo en mi diario: no español, no francés. Duermo a intervalos inquietos y me levanto temprano. El sol me da en los ojos y no me importa. El trabajo no sale bien y no me importa. El tiempo que pasa rápido y llega la próxima clase. Usted me profesa la misma complicidad que ahora toma cuerpo en la relación profesor-alumna que siempre existió distante, contenida, demasiado respetuosa. Yo me desnudo en medio del salón, yo: cuerpo de hombre que le mira lujurioso. Usted habla alto y luego detiene la clase porque los alumnos no le prestan atención, da la clase por terminada; no ve mi cuerpo de hombre desnudo con el sexo entre las manos que juegan y le miran a usted, no me ve… no sospecha que yo también puedo amarlo como un hombre, que puedo ser un hombre para usted y hablarle en francés: yo también puedo ser Baudelaire y escribir para usted Las flores del mal, puedo dedicarle los Poemas malditos.
Ahora la clase termina y salgo, qué remedio, salgo a la calle. Camino muy despacio. Usted llega agitado y me pregunta por qué no lo esperé. No le contesto, no lo miro, no quiero ver; hay un hombre parado en la esquina que me roba su abrazo y le invita a caminar en otra dirección.
———————————————-
[1] disculpe. No hay problema.
[2] Charles Baudelaire. Poema XXI « Himno a la belleza», de Spleen et Ideál : (…) así vengas del cielo o del infierno, ¿qué importa, / ¡oh, belleza, enorme monstruo, ingenuo y atrevido! / si tus ojos, tu sonrisa, tus pies me abren la puerta / de un infinito que amo y que jamás he conocido?(…)
[3] yo quisiera… quizás… en aquel momento él me dijo…
[4] Charles Baudelaire. Poema XXXIII “Remordimiento póstumo”, de Spleen et Idéal: (…) la tumba, confidente de mi sueño infinito /-porque la tumba siempre comprenderá al poeta-, /en esas noches en las que el sueño está proscrito /te dirá, -¿de qué os sirve, cortesana incompleta, / el no haber conocido lo que lloran los muertos?- / – y te roerá el gusano como un remordimiento.