Todo lo que he hecho a lo largo de mi vida,
sea bueno o malo, lo he hecho libremente,
soy un hombre libre.
Giacomo Girolamo Casanova
Recuerdo mis nueve años. Mi pierna izquierda cruzada sobre la derecha, frente al televisor, mirando los muñequitos y pensando en la película de la noche anterior: aquel hombre desnudo acostado sobre una mujer con las piernas abiertas. Aprieto mis muslos con fuerza, en apariencia no me muevo, miro con el rabillo del ojo los movimientos de mi madre en la cocina. El gato vuelve a caer en la trampa del canario y yo aprieto más y más los muslos, mi corazón se acelera y luego no sé cómo: plumas en la pantalla del televisor, plumas, plumas, el gato se comió el canario. Cierro los ojos y exploto en silencio, como antes en el baño, como hace varios días en la cama y después contra la esquina de la mesa, exploto y mi madre prepara el almuerzo, exploto y pasan quince años, abro los ojos y me muevo sobre él, aprieto su pene y él me goza mientras ella besa mi espalda y mete sus dedos entre mis nalgas. Me muevo arriba y abajo. La noche cae, se asienta sobre la ciudad, aprieta con fuerza los muslos y la ciudad se deja, grita, goza, agoniza. Luego me tumba sobre el colchón pero no importa, vuelvo a apretar los muslos con fuerza y vemos plumas, plumas, plumas en la pantalla del televisor.
–Los quiero a los dos, ¿cómo es posible que pueda quererlos a los dos a la misma vez?[1]
Miro sus ojos y dice la verdad. Nos quiere a los dos. Acostada entre nosotros me besa y mete sus dedos en la boca de él. Desnudos los tres sobre una cama pequeña. Yo también la amo. Amo su gusto por gozar de la vida, por gozar del sexo. Amo las cosas sucias que me dice al oído, amo decirle puta. Ella está sobre mí y yo le digo puta en esa cara que pone mientras él se la mete por detrás, bello rostro con sienes repletas de sangre, se queja, no parece la de hace un rato arrinconada junto a la cama mientras él me tumbaba sobre el colchón.
Estamos todos reunidos. Ella y su novio, él y su mujer, conversan, sonríen, la cerveza está bien fría.
–No quiero perderte –ella me susurra al oído–, cualquiera que sea el espacio que me ofrezcas quiero estar ahí. Estamos desafiando a la sociedad en cada entrega del cuerpo.
–Verás, yo busco algo más, necesito alguien que me camine por dentro.
–Ojalá fuera yo.
No puede ser ella, no puede ser nadie, nadie lo logra.
Voces, música: lugar público como mi cuerpo. Miradas sobre mí, aquel hombre, esa muchacha que llega y el de la camisa de flores que acaba de sentarse. Voy al baño y la esposa de él entra después, no le doy tiempo a que me bese, salgo rápido, después de acariciar mi rodilla por debajo de la mesa estaba casi segura que me seguiría al baño.
Gente de cultura a nuestro alrededor, la élite trovadoresca, perpetuadores de la canción protesta, los malditos del sistema hasta tanto no encuentren un lugar cómodo dentro del sistema, los que se enfrentan al sistema cantando no conozco mi país, voy a recorrerlo a pie, ni tengo motocicleta, voy a recorrerlo a pie y bebiendo cervezas frías, bolsos tejidos cruzados sobre su pecho: mírame, yo soy la juventud revolucionaria, óyeme: ¡hagamos el amor revolucionariamente! Nosotros, los que vivimos a ras de suelo nos hacemos sentir, siénteme: yo soy el nuevo cuerpo de la revolución.
Antes reunidos los hijos de nadie y los hijos de papá (insoportable levedad de los seres conscientes de su propia levedad), ahora nos movemos del espacio público al privado: carne asada, humo, casita de sueños con balcón al mar, todo tipo de bebidas, piso séptimo, juguemos a la botellita y pierdo, me toca hacer un strip tease a los guardias que vigilan la embajada del país enemigo, el culpable de todo. Y me desnudo, y ellos ríen, yo en el balcón, aire de mar sobre mi cuerpo desnudo, alguien me grita está bueno, y yo me quedo parada en medio del balcón, desnuda mirando al mar, no es difícil desnudar el cuerpo, el cuerpo es sencillamente la herramienta para poder decir yo soy, desnutrido o bien dotado, esclavo o bien vestido ¿qué importa el cuerpo? ¿qué importa lo que hagas con mi cuerpo? Cuerpo adentro seré libre siempre, siempre, siempre… ella me viste entre las risotadas de los demás.
Todos bailan, cada cual con su pareja menos una muchacha que ha bailado con todos esta noche y con todos se manosea. Ella baila con su novio, él con su mujer. Sentada en el sillón los observo: se oye una canción romántica, de esas cursilerías que la sobriedad nos hace rechazar pero que ahora parece la canción perfecta. No bailo, yo no bailo, soy una compañía efímera, un comodín: siempre disponible cuando me llaman, le sirvo a cualquiera, a cualquiera que no tenga a alguien, ahora todos tienen a alguien, hasta la muchacha que ha bailado con todos esta noche tiene a alguien …me quedo dormida en el sillón.
Ella maneja. Vamos hacia Guanabo. Él y yo nos desnudamos en la parte trasera del auto. Ella nos mira por el espejo retrovisor[2].
–Tengan cuidado, la gente los puede ver –nos dice.
–De eso se trata, de que nos vean, si no nos vieran no tendría gracia alguna –le contesto.
Los autos pasan en sentido contrario. Sol, gente que camina por el borde de la carretera, alguien que se da cuenta y voltea la cabeza, nos mira un segundo y nuestro auto se aleja, pasa, se pierde para siempre en la carretera.
Ver los autos que nos siguen, yo sentada sobre su sexo, moviéndome sobre su sexo, cielo rápido que se asoma, árboles de un segundo que pasan así/pasan así/pasan así, sus gemidos sobre mis senos, nos venimos mientras el auto baja la loma.
El mar está en calma. Apenas hay gente en la playa. Sentados los tres en la orilla hablamos de la imposibilidad de vernos otra vez:
–Lo único que no puedo perder es su confianza, además, tengo palabra y se lo prometí de verdad, no me perdonaría traicionarlo de esa manera.
–Nunca es una palabra muy breve –dice él.
–Por favor, entiende mis razones.
–Te admiro mucho –le digo mirándole a los ojos–, ahora incluso te quiero más. Yo respetaré tu decisión, no volveremos a vernos si así lo decidiste.
Y me alejo por la orilla del mar dejando que el agua robe la arena bajo mis pies. Me siento bien estando lejos de la gente, no-observada, me siento bien a solas.
–Soy tan libre –le digo a Yemayá– que no puedo hacer lo que deseo ahora. No puedo atarme a nadie, soy una víctima de mi propia libertad.[3]
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[1] Esta escena nunca más se repitió. Ella hizo un contrato moral con su novio (que no es, claro está, el hombre de este cuento) y no volvimos a vernos, sexualmente hablando.
[2] Debo aclarar que estas escenas no violan el contrato. Ella no pasó de ser una espectadora.
[3] Llegué a pensar en ese instante que no había venido al mundo para compartir la vida con alguien, que nunca me enamoraría.