[Este cuento daba título a mi libro Cuerpo Reservado cuando fue presentado al concurso Pinos Nuevos, en 2007. Luego el editor me sugirió cambiarlo, para vincularlo a Cuerpo Público, y formar así un pequeño díptico. A fin de cuentas, ambos tienen el cuerpo como centro, el primero desde la negación, el segundo desde la entrega incondicional. Este texto encierra la tesis de mi primer volumen de historias, la invisibilidad del sujeto frente a esta sociedad de hoy, la manera en que el pasado condiciona nuestras decisiones, el titubeo característico de una generación que fue entrenada para aceptarlo todo: actores que no tienen permitido subir a escena. Jenny vive hoy en Nueva York, y apenas hablamos. Apenas si regresa a visitar a su mamá y solo intercambiamos un saludo. No sé, nunca le he preguntado si al final su papá tenía razón o no. Solo sé que yo sigo tirando fotos, sigo aquí, sigo cayendo.]
ALTURAS
Jenny se va de viaje. Por eso decidimos dar un último paseo por la ciudad, para recordar viejos tiempos. Caminamos por la avenida Línea. Recorremos la curva ligera que se abre ante nosotras. Justo al terminar pasa un señor muy apurado y tropieza conmigo. Mi cámara fotográfica cae al suelo. El señor abre los brazos alarmado, se inclina y la recoge. Comienza a murmurar una disculpa mientras la revisa, comprueba que no está rota y se la entrega a Jenny. Le ofrece sus disculpas con miles de reverencias, da la vuelta y vuelve a chocar conmigo. Esta vez soy yo quien cae al suelo. El señor sigue caminando, avanza unos metros y dobla en la esquina.
Me levanto, Jenny me devuelve la cámara y seguimos caminando. Voy como siempre mirando a todos lados, la gente, los árboles, los edificios, todo lo que pueda resultar interesante para una fotografía. Me gusta especialmente el edificio que está en la esquina de E.
–¿Quieres subir conmigo? –le pregunto.
–No, no tengo ganas.
–Anímate, Jenny. Podemos tirar algunas fotos.
–Mejor no. Sube tú si quieres.
–Está bien. Subo y te tiro una foto –le digo.
Llego a la puerta del edificio. El portero regaña a unos muchachos que intentaban subir a la azotea.
–¡Qué se creen ustedes, que esto es un relajo? ¡No se puede subir a la azotea!
Me paro junto a ellos para pedir autorización, pero ellos siguen discutiendo hasta el cansancio. Me decido por fin, los dejo allí mismo y entro. El elevador no funciona, no me queda más remedio que subir por la escalera. Empiezo a subir, dos, ocho, veinte, pierdo la cuenta de los pisos. No sé cómo llego arriba. Cuando logro recobrar el aliento empiezo a buscar el mejor sitio. Tiro algunas fotos a los edificios más altos. Yo en la cima. El mar. No me gustan las cosas mojadas. No le tiro fotos al mar. Me acerco al borde buscando una vista de la calle para fotografiar a Jenny.
Jenny se va de viaje. Mi novio se fue de viaje. Los amigos que tuve en la secundaria nunca regresaron del viaje. Yo estoy aquí.
–¿Qué piensas hacer? –le pregunté a Jenny aquel día.
–No lo sé. Dice mi papá que en la vida no hay dos oportunidades.
–¿Qué quieres tú? Una cosa es lo que quiere tu padre y otra bien distinta lo quieres tú.
Qué quieres tú, Jenny… Quieres sentarte en el malecón con un abrigo puesto y ver cómo se esconde el sol en pleno agosto; o mejor, quedarte sentada en la parada y coger la tercera guagua que pase, no la primera, ni la segunda, la tercera, Jenny, así llegar tarde a lo mismo de siempre. Juguemos un poco con la suerte, anda. Vamos a hacernos la idea: mañana será el primer día: tú irás a mis clases de francés y yo escribiré las entrevistas que debes publicar. Qué podría pasar…
Pero Jenny no me escuchaba porque estaba discutiendo con su papá. Él movía los brazos en el aire violentamente. Yo me acerqué para opinar. Su brazo me golpeó con tanta fuerza en la nariz que dejé de oírlos por un segundo. Un hilillo de sangre salió de mi nariz, cruzó los labios.
–¡No regreses! –le gritó su papá.
Como no pudo convencerla dio un puñetazo en la pared, abrió la puerta y se fue. Jenny salió detrás de él, avanzó unos metros y dobló en la esquina.
Me siento en el borde del edificio, las piernas colgando. No veo a Jenny por ningún lado. Olvidé decirle que cruzara la calle y me hiciera una seña. Hay demasiados árboles, quizás esté debajo de alguno. Espero, a lo mejor no me ha visto todavía. Tiro fotos al azar. Se puede encontrar todo tipo de cosas en los techos, bien se podría escribir La historia de los hombres contada por las azoteas. Se me ocurre que es un buen tema para mi primera exposición. Comienzo a inclinarme demasiado, mi cuerpo se va resbalando en cámara lenta, apenas sin darme cuenta, empiezo a caer muy despacio. No disfruto la caída, debo hacer algo más importante: tirar fotos. La gente mira hacia arriba. Rostros asustados, caras de espanto encerradas en mi cámara. Después de esto seré famosa. Las mejores fotos del mundo, instantáneas inéditas de una caída donde es el fotógrafo quién cae por primera vez en la historia de la fotografía. De pronto veo la cara de Jenny, sus gestos grotescos con el horror encarnado en una imagen perfecta del miedo. Una foto increíble, sin dudas ganaré algún premio. A la mitad de mi caída una señora abre la ventana del edificio bruscamente y me golpea, casi suelto la cámara.
–¡Señora, por favor, no interrumpa! ¡Si no entiende el arte es problema suyo! –le grito.
La señora hace un gesto de desprecio:
–Artistas… –dice negando con la cabeza y cierra otra vez la ventana.
Sigo cayendo, unos niños miran asombrados desde la acera del frente y sonríen, los niños siempre sonríen. Uno me señala con el dedo, el otro se encoge de hombros, siguen jugando a los escondidos. Un policía de tránsito suena el silbato. Me hace una seña con la mano pero yo no me detengo. Continúo mi caída tranquilamente, como si nada estuviera ocurriendo. Una mujer suena los pulsos, mi cámara logra capturar sus brazos cruzados en el aire en señal de maleficio; esto sí me preocupa: ella se persigna.
Llego al suelo. No puedo moverme. La gente se aglomera a mi alrededor, todos gritan. No puedo ver a Jenny por ningún lado. Si alguien se roba la cámara pierdo todo el trabajo. Mi cara serena pegada al asfalto. Este es un buen ángulo para una fotografía; es una lástima, no puedo mover los brazos ni las piernas, la sangre me sale por todos lados. La gente camina, deja huellas con mi sangre en el asfalto. En el último segundo de mi caída sentí que me reventaba como un globo y me regué por toda la calle. Algunas personas me pisan, uno cae sobre mi brazo, se levanta, se limpia. Otros pasan corriendo. Oigo gritos, no puedo moverme. Alguien dice entre la gente:
–¡No se preocupen, todavía funciona!
Se paran a mi alrededor. No caben todos en la foto. Algunos tienen que agacharse, otros se arrodillan sobre mi espalda. Sonríen a la vez; luego se marchan poco a poco. Llegan personas preguntando qué ha pasado, deciden tomarse una foto también. La persona que tiene mi cámara descubre que hay alguien arriba, en el edificio, haciendo señas. El rollo se terminó. Otro día será. Jenny le pide la cámara, le quita los restos de sangre y la guarda en la mochila. Jenny también se va.
La gente se aleja, cada uno por su lado. Un perro se acerca. Me huele. Pasa la lengua por mi cara con insistencia. Me huele de nuevo, alza la pata y orina. Me arden los ojos. Cuando puedo abrirlos de nuevo miro al frente. El perro avanza unos metros, y dobla en la esquina.