Making of (17)

La luz entraba por el ventanal como perro por su casa y sobre el lienzo los trazos se movían para allá y para acá resolviéndolo todo como si fuera una página de un cómic, un cómic policíaco donde se veía detrás la sombra del asesino, pero solo la sombra, apenas un amago de delincuente, y en primer plano el policía con los huevos apretados en un hilo dental de petróleo. La mujer desnuda en la bañadera con la cabeza descolgada, descolgada y muerta. Un hilillo de sangre bajaba por el brazo hasta manchar las lozas del baño. Pero el asesino no se iba, el asesino lucía un tanto paradójico, estaba como vacilando al policía y el policía además usaba una máscara. El que solo oyera hablar de ese cuadro nunca se lo imaginaría de un rosado tan tierno.

-En realidad yo no pinto –dijo Rosy- yo cuento historias. Los personajes se me aparecen por todos lados y a mí no me queda más remedio que hacerles caso… por eso los castigo sobre el lienzo, los mato para que me dejen tranquila.

Yo no sé si la cotorra entendía aquello pero me miraba inquieta desde la jaula, Rosy le hizo un mimo y luego la alejó de las malangas porque se estaba comiendo las hojas con alevosía.

-Dazra, es que mi cotorra no sabe a lo que vienes. La pobre, tiene problemas de los nervios. Se estresa con mucha facilidad. Dime, ¿quién no se estresa en este país?

La cotorra, visiblemente nerviosa, comenzó a arrancarse la pelusilla fina que le cubría la barriga. Solo le quedaban las plumas de la cabeza. La cotorra parecía un pollo acabado de salir de la cazuela de agua hirviendo. Me miraba con atención y me parecía que era Rosy quien me miraba con esos ojos penetrantes, ojos que parecen haber entendido algo. Algo que no dicen.

-¿Por qué siempre hay un asesino? –pregunté.

-Verás, mi niña, el amor es el asesino más perfecto. ¿Vamos a lo nuestro?

A buen entendedor me deshice de la ropa mientras Rosy embadurnaba la paleta. Quise preguntarle si lo había hecho antes pero me pareció una pregunta estúpida, claro que lo había hecho, pero quizás no escribir, quizás solo había pintado el cuerpo de sus amantes con imágenes. Comenzó por mi pecho: Había una vez un enano que llegó a Alaska en plena tarde y sin quitarse siquiera el polvo del camino preguntó dónde podía encontrarla. Asombrados, los habitantes le señalaron tímidamente aquellas pelusas frías que caían del cielo, aquello de blanco que había por todas partes, incluso, debajo de sus pies. Cuentan los que lo vieron que lloraba el enano al verlas cayendo tan blancas, tan mórbidas, tan poca cosa la nieve, además porque le dijeron que no había dos copos idénticos.

-Así debe de sentirse ver el mar por primera vez –susurró compungido el enano.

Y los habitantes, asombrados, preguntaron a coro:

-¿El mar? ¿Qué es eso del mar?

-Dicen que los enanos tienen el rabo grandísimo –dijo Rosy mientras terminaba los últimos trazos sobre los muslos-. Ahora que lo pienso, yo nunca pinté un enano. ¿Qué título lleva esto?

Modelo 59 para desarmar.

-¿Ahora puedo desbocarme?

Asentí.

La caligrafía de Rosy se fue extendiendo por mi piel como un pergamino lleno de caracteres sumerios y además caían encortinados manatíes y cisnes, cocodrilos abrazando prostitutas, jirafas, tocororos y maricones, una de las cinco estrofas del himno nacional y la nieve cayendo sobre un trozo de malecón.

-Me pregunto cómo puede hacer uno para pintar a los cabrones… -murmuró Rosy con el cigarro quemando en la comisura de los labios, porque todavía no olvidaba el permiso que le habían negado para comprarse aquel super carro de sus sueños.

-Está prohibido matar cabrones Rosy, ni siquiera el tiempo tiene permiso para eso. Los cabrones se matan entre ellos.

Yo era un mapa. Un guía de caminos. Un libro de cabecera como el de Sei Shônagon.

-Vamos a contemplarte –dijo Rosy y sonó Bjork-. Ah… la música, puerta de salida, exquisita arquitectura del sonido… eso cuando no le da por prostituirse.

-Es difícil no prostituirse en esta isla, qué te puedo decir.

-Y la pintura es, ya sabes, ese breve espacio de silencio entre forma y color. Quedó perfecto, eres un lienzo estupendo. Y sabes, ahora que lo pienso la literatura… la literatura es como el clítoris –sentenció Rosy-, te permite ese otro orgasmo. De hecho, si Freud hubiera sido mujer en lugar de la supuesta frustración por la falta de pene tendríamos la añoranza de los hombres por el tercer hueco. Así de importante es el orgasmo en la vida. ¿Vamos a dar una vuelta por la ciudad?

Asentí.

-Aquí tienes, liuvofmaia (que es amor mío en ruso) –dijo Rosy y me extendió el sobretodo que siempre lleva en sus viajes-. No sé tú, pero yo siempre he tenido esa fantasía de recorrer desnuda la ciudad.

Rosy manejaba el puchito, un Lada destartalado que apenas recorría la ciudad en un traqueteo a destiempo, yo sé perfectamente qué hacíamos, nos imaginábamos la velocidad.

-No quiero morirme sin ver la nieve, Rosy… y verás, no es la nieve per sé, es poder narrar el frío en mis manos, es sentir el miedo a morir de frío, es el derecho inalienable a morirme de frío. No es el objeto en sí, es la posibilidad que se origina cuando confluimos el objeto y yo, ese yo que se renueva constantemente y ni uno mismo sabe a dónde va a ir a parar. ¿Cómo narrarlo todo ahí? Creo que las palabras no sirven para eso. Todo el tiempo a la misma vez, yo fui, yo soy, yo seré… yo podía haber sido. Todo en un mismo cuadro. ¿Te has hecho la pregunta?

-Dazra, Dazra, ¿dónde compras esa yerba, querida? Un cuadro es infinitos cuadros mi niña…

-Ya sé. El Linga Sharira de la filosofía india, el eterno ahora, esa infinidad de dimensiones que según Ouspensky no alcanzamos a ver pero podemos deducir geométricamente, así como un libro es infinitos libros y un hombre tiene tantos caminos posibles como el cuadro y el libro…

Habíamos llegado hasta el mar. Crujieron las puertas al abrirse. Rechinaron los muelles de los asientos. Pusimos cada una un pie en tierra y aspiramos el salitre como si quisiéramos morirnos de frío.

-Quítate el sobretodo –ordenó Rosy-. Desnuda frente al mar, a ver si lo entiendes de una vez, desnuda eres infinitos cuadros.

-¿Qué título lleva? –pregunté dudando frente al mar.

Fingiendo amanecer en el trópico.