—Raulito, habla bajito nené, que molestas a la muchacha —y lo agarraba por el brazo, así, demasiado suave para mi gusto—. Quédate tranquilito.
Y Raulito que no dejaba de joder haciendo que el soldadito caminara por el espaldar de mi silla, que no molestaba tanto si no fuera porque también daba patadas en el asiento y yo con ganas de mandarlo para la mismísima mierda porque ¿acaso ella no se daba cuenta de que el maestro estaba hablando y ninguno de los dos me dejaba oír? Ni siquiera me servía la complicidad de Alicia, porque la complicidad de Alicia es algo que no existe cuando de niños se trata. Me miraba con un gesto que quería decir paciencia, es un niño y yo intentaba calmarme, concentrarme en lo que decía el maestro. En eso tomó la palabra un arquitecto, no del panel sino uno de los que estaba sentado en el público. Y aquel chiquito de mierda parecía decidido a no dejarme oír.
También por eso quiero que lo incluyas, nadie mejor que el maestro para hablar de la ciudad. Nosotras estábamos allí como “representantes de la juventud”, Alicia y yo. El resto eran admiradores del maestro, arquitectos de más de cincuenta años y que, por supuesto, también habían vivido la ciudad de antes. De pronto oigo a Alicia con ese qué lindo refiriéndose a Raulito y casi me da un infarto, porque fue en la mejor parte cuando el maestro leyó pasajes de su novela autobiográfica. Recuerdo haberle comentado a Alicia que, luego de escucharlo, tenía la sensación de no haber nacido en esta ciudad sino de haber vivido todos estos años en un sueño ajeno, y despertar ahora para darme cuenta de que la realidad que me rodea no es, precisamente, lo que yo creía. Alicia compartía la misma opinión. Sentí deseos de hablar cuando el panel propuso al público hacer alguna pregunta o comentar algo, pero al final no lo hice, tampoco ella. Solo aplaudimos y la gente se puso de pie y Raulito salió corriendo por entre los asientos planeando como si fuera un avioncito y disparando proyectiles silenciados en el acto, gracias a Dios, por los aplausos que no cesaban.
El maestro vivió en la famosa esquina de Tejas.
A veces me confunde, no sé bien si habla con despecho o con nostalgia de esa vieja Habana, no sé si, en el fondo, está conforme con esto que ayudó a construir. Y yo trataba de ubicarme en el espacio físico que narraba con tanta pasión el maestro pero no podía, no podía porque yo no sé dónde cojones está la dichosa esquina de Tejas, nunca estuve allí (ni antes ni después). Estuve a punto de decirle: maestro, yo siento nostalgia de algo que no viví nunca, y no tiene usted idea de lo penoso que resulta ese sentimiento, no pertenecer a algo, no regresarse jamás, haber vivido la vida obedeciendo. Sembrar la cultura de la obediencia es sembrar la semilla de la inacción. Soy un ente inactivo y por ende, condenado a vivir muriendo. Pero no me permití ese sentimiento barato, no dije nada. Levanté la mano de lejos y le saludé en señal de aprobación. Él ni siquiera me vio. Sus colegas se acumularon a su alrededor y le felicitaron por tan excelente conferencia.
Mira, en esta foto sale todo el grupo en la entrada. Ese fue el día de la graduación. Sí, es una de las pocas personas que admiro, a pesar de los muchos detractores que tiene. La primera vez que lo tuve cerca me dije si no sería mejor permanecer en la distancia. La cercanía siempre rompe la admiración que sentimos por las personas, la cercanía descubre también los defectos humanos. Aquel día nos llamó cínicos:
—Ustedes tienen doble cara —nos decía un tanto indignado con aquella cara de chino sabelotodo—. Dicen lo que hace falta oír y no lo que realmente piensan.
—Yo solo quiero sobrevivir —respondió uno de nosotros.
—Por lo menos ustedes tuvieron el derecho a equivocarse —alegó otro.
Se terminó la pausa y todos entramos en la sala. No se podía tirar fotos, tampoco estaban permitidas las cámaras de video. Se hablaba del famoso quinquenio gris, donde le jodieron la vida a tantos y no habrá culo en esta isla para pagar aquello. Los jóvenes hicieron su pantomima frente al panel donde estaban sentaditas algunas personalidades de la cultura y el Ministro correspondiente. Todos escuchaban con atención, incluso, las anécdotas personales que se ventilaron allí.
—Tengo ganas de fumar —le digo a Alicia—. ¿Vienes?
Alicia me mira con cara de ¡por fin pasa algo en este país y tú tienes ganas de fumar? Sentada en el patio miré a lo lejos, en silencio, las hermosas palmas del Instituto Superior de Arte. El aire batía las hojas en un remolino sin sentido que se movía un poco más allá, un poco más acá sin resolverse a ser algo definido y mucho menos coherente. Yo sostenía entre mis manos la invitación del Centro Teórico Cultural Criterios con el número 471 y mi nombre completo. Esta no era una reunión abierta, si no tenías invitación no te estaba permitida la entrada. Mucha gente se quedó fuera, esperando deseosos algún resultado y yo, entretanto, fumaba en el patio mientras alguien se expresaba libremente delante del Ministro. El humo subía tan lento y, no sé por qué, pensé en Raulito.