[En el año 2007, Evelyn Pérez y yo trabajábamos en el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ella en la biblioteca, yo en la subdirección. Ambas éramos ya egresadas del centro y entre almuerzos, cafés y caminos de regreso a casa comenzó nuestra hermosa amistad, más allá de la relación de trabajo. Una mañana me llama a la oficina y me dice: «Mamita, ¿puedes subir un momento a la biblioteca? Tengo algo muy importante que decirte.» Algo intrigada, subí la estrecha escalera de caracol que conducía a la azotea y, al sentarme frente a su buró, me dijo: «Mira mamita, por favor, no te pongas brava conmigo. El caso es que, cuando yo escribí esto, no sabía que tú eras tú. Yo leí aquel cuento tuyo, Diapositivas, en Cubasí, y me dije, ¿Pero quién se cree esta tipa que es? Y entonces lo escribí. Y bueno, después me enteré de que eras tú. El caso es que me lo pidieron para publicarlo también en ese sitio digital. Además, quisiera incluirlo en mi libro Supuestas Vidas (con el que ganaría el Premio Uneac de cuento ese mismo año). Léelo. Pero de verdad, no te pongas brava conmigo, que yo no sabía…». Agarré las hojas que me extendía y al leer las primeras líneas no pude evitarlo, solté una estruendosa carcajada. Desde el principio sospechaba por dónde vendría la cosa, tratándose de Evelyn (los que tuvieron la suerte de conocerla sabrán de lo que hablo). LLegado el final me reí. Mucho. Nos reímos juntas. Reímos un rato largo que devino en muchos años. Y hoy, que ya no está más, vuelvo a reír esta vez con algo de llanto quejoso e impotente, vuelvo a aquella tarde en que me preguntó como tres veces sentada bajo la ceiba de nuestro parque ¿de verdad que no estás brava conmigo? Vuelvo a decirte, no estoy brava, para nada, que no, cómo estarlo con lo mucho que te quiero. En cualquier caso te agradezco que me hayas dado este revolcón literario, que hayas sido tan tú para conmigo, y siempre. Gracias por todo. Yo sé que nos volveremos a ver en algún lugar, un día de estos, y volveremos a reír juntas. Mientras eso llega, abrazo con especial cariño mi recuerdo de ti.]
Yo también estuve una noche con Dazra Novak
Por: Evelyn Pérez
“Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.”
J. L. Lima
Yo también estuve una noche con Dazra Novak… pero no pasó nada.
Y eso que nos habíamos metido cuatro buenas rayas de metilfedinato y una botella de whisky. Y eso que acabada de llegar me metió la lengua en la boca y luego se sacó el ajustador frente a la estatua de Bolívar que hay en G. Y eso que la llevé en taxi hasta mi casa y se quitó la ropa, y se dejó chupar las tetas y mamar el culo. Y eso que yo tenía dos tiras de condones en la mesa de noche y había puesto música, encendido mi última varilla de incienso de sándalo, apagado la luz y tirado todas las revistas pornos que había encima de la cama para el piso con tremendo disimulo. Y eso que la gente comentaba que a Dazra le gustaban los negros bien prietos, con la pinga grande y pelados al calvo.
Ahora que la veo durmiendo encuera arriba de la cama, me pongo a pensar que no era para tanto. Mira que llevo meses pensando en ella. Yendo a cuanta tertulia de mierda me invita Orlando. Hasta que leí un cuento suyo y todo. Qué clase de puta es esta chiquita. No está mal. Yo no digo que esté mal. Pero es que me han contado cada cosas… y ahora verla así… me dan ganas hasta de violarla. Qué estafa, por tu madre, qué clase de estafa más grande.
Y es que cuando algo no está para ti, es porque no está. Yo no debía haber salido de la casa hoy. Primero se me rompieron las sandalias, lo cual era de las peores cosas que me podían pasar. Sí, porque para ir a la fiesta me hacía falta una onda moñosa. Y las botas tienen su talla pero es lo mismo. A esta gente no le gusta la violencia. No la entienden. Lo de ellos es la paz. Que no maten a los pingüinos y la mariconería esa. Y no es que yo esté a favor de que maten a los pingüinos. Pero si los matan, muertos están. No hay mucho que hacerle. Así que fui hasta la esquina y tuve que rogarle tremendo rato al zapatero y hasta pagarle veinte pesos porque me cosiera la dichosa tira que se había desprendido. Luego se acabó el agua. En el mismo momento en que la vieja se iba a bañar. Empezó a dar gritos y no me quedó más remedio que bajar a preguntar lo del motor. Pero el problema no era el motor, sino la tubería que subía para los tanques. Tenía un boquete grandísimo y estaba salpicando para cualquier lado. Ya el vecino del tercer piso andaba entizándola con una tira de goma. No podía esperar tanto. Y mi vieja tampoco, que en el baño ese hay un calor del carajo. Volví a subir y le cargué un cubo de la casa de al lado. Entonces llamaron por teléfono. Era Orlando. Furioso porque el pelo ya le estaba molestando en los ojos y quería cortárselo con un cuchillo de cocina. Las tijeras no aparecían por ninguna parte. Le dije que se estuviera tranquilo y no se cortara ni pinga. Que ya yo iba para allá. Ojalá hubiera sido tan sencillo. No hice más que llegar a la puerta del edificio y resulta que había Rendición de cuentas. Normalmente me gustan esas tallas. Uno conoce vecinitas nuevas. Vuelve a repetir que el pan está viniendo de madre y la fosa que se sale todavía no la han arreglado. Después el delegado pregunta “algo más”, nadie dice nada y los socios de la cuadra nos ponemos a jugar dominó. Descargoso. Coño, pero hoy yo estaba apurado. Capaz que Orlando se metiera el cabrón cuchillo en el ojo y entonces la corredera para el hospital, la venda y Orlando tuerto. Y vaya, si fuera eso solo. Además, se jode la fiesta, porque si a Orlando se le jode el ojo tengo que quedarme con él para levantarle el ego. Para decirle que tuerto y todo las mujeres lo van a querer. Y los amigos van a seguir escribiendo cuentos donde él es uno de los protagonistas. Y hasta Dazra Novak se va a desnudar de nuevo para que él vea bien, con el ojo que le queda, cómo es que ella escribe. Claro que esta gente no entiende de esas cosas. Así que la presidenta del comité me coge de la mano y me dice “mijito, yo te había guardado un asiento” y qué remedio, tengo que sentarme. Arriba siento el teléfono que suena. La vieja no lo coge porque no ha terminado de bañarse. Seguro que es Orlando de nuevo. Me voy poniendo incómodo y más incómodo. Y más. Hasta que ya no puedo aguantarme y le digo a la presidenta que le guarde el asiento a mi mamá, que ella baja enseguida y voy echando que a lo mejor ya es demasiado tarde y Orlando se ha cortado, además, la oreja.
Por suerte no pasa nada. El tipo optó por echarse un poco de gel y los rizos se le han recogido de lo más bonitos encima de la frente. Se parece a Ricitos de oro. Pienso en decírselo, a lo mejor no le gusta lucir así. Al final decido que decírselo implica llega llegar más tarde a la fiesta. Capaz que vuelva a la idea del cuchillo. O peor, se ponga a buscar de nuevo la tijera. Entonces sí que no llegamos ni a las once de la noche, porque Guanabacoa está en el mismísimo culo del mundo y en casa de Orlando siempre hay un entra y sale del coño de su madre.
Nada más hemos caminado cuatro cuadras y nos piden el carnet. Yo lo sabía. Desde que le vi los ricitos en la frente sabía que nos iban a pedir el carné una bola de veces. A los policías no les gustan los ricitos. El que es hombre es hombre. Y no usa esa mierda. Les damos el carné. Nos tiran por la planta. El tipo dice “buenas noches” y seguimos caminando. Cuando llegamos a la parada nos piden el carné de nuevo. Les explicamos que nos lo pidieron hace dos cuadras. De lo más amables nos explican que no importa. Esta es otra zona, ciudadano. Estoy a punto de virar para mi casa a buscar la tijera de la vieja. Si no lo hago es porque capaz que me registren con la tijera arriba y entonces es un problema por portar armas blancas. Vuelven a tirarnos por la planta y a Orlando le salen antecedentes por escándalo público. Les explicamos que eso es imposible. Que la voz de Orlando no escandaliza desde que era chiquitico y la madre lo hacía comerse la compota de zanahoria con plátano. Que Orlando le tiene pánico a la sangre y se desmaya cuando le hacen un leucograma. Que la mujer le pega. Que los amigos le pegan. Que todos le pegamos porque Orlando es como un osito bueno y lo queremos mucho-mucho-mucho. Pero el hombre no quiere entender razones. Lo que quiere es ponerle esposas a Orlando y llevárselo para la unidad hasta que se aclare el asunto de los antecedentes. Entonces Orlando saca el carné de la UNEAC y el policía se quita la gorra y comenta “ah, tú eres ESE Orlando” y pide disculpas. Y nos devuelve el carné. Y dice “perdone la molestia ciudadano, puede continuar”. Pero Orlando está cabrón. Así que no se guarda el carné en el bolsillo sino dentro del pantalón. En los mismísimos huevos. Se lo acomoda bien y llega la guagua. Una de ellas, porque para llegar a Guanabacoa, hay que coger tres.
En la guagua la gente está cabrona porque el chofer acaba de matar a un perro entre la parada anterior y esta. Una mulata con tremendo culo está llorando a gritos “perdónalo, Babalú, perdónalo”, repite sin parar. Lleva un niño de la mano y el niño también llora, “perdónalo, Babalú, perdónalo”. Poco a poco se van contagiando los pasajeros “perdónalo, Babalú, perdónalo” y lloran. Con lágrimas y todo. Por último empieza el chofer “perdónalo, Babalú, perdónalo”. Orlando y yo nos miramos. Somos los únicos que no estamos llorando y los demás nos miran con mala cara. No tengo ganas de llorar, la verdad. Intento pensar en algo bien triste, a tratar de que me salga aunque sea una lagrimita. Nada. Orlando es más práctico. Saca del bolso un peter Nestlé y le ofrece dos cuadritos a la del culo grande que va con el niño. La mulata lo mira al momento. Le mira los ricitos en la frente y coge los cuadritos, muerde la mitad y la ofrece el otro al niño que también deja de llorar.
Nos bajamos de la primera guagua y nos montamos en la segunda. Por suerte no va muy llena. Nadie quiere ir a Guanabacoa. Yo tampoco quiero pero es que Dazra Novak… qué clase de tipa más loca, por tu madre… mira que publicar sus cosas con un nombre falso. Seguro que tiene un nombre feísimo y por eso ha inventado este. O a lo mejor es porque le da pena escribir las cosas que escribe. Yo me leí el cuento y está en candela. A mí nunca se me ocurriría escribir un cuento así. Bueno, ni así ni de ninguna otra forma. Lo mío es hacer una pila de gomas de bicicleta en el menor tiempo posible. Ahí sí que soy un caballo. Pero los intelectuales tienen su descarga. Y algunas están más buenas que el carajo. Le pregunto a Orlando si falta mucho y si está seguro de que Dazra Novak va a estar en la fiesta. Me dice que dos paradas y que seguro no hay nada en esta vida. Tremendo tipo. Desde chiquito es un filtro. Me ayudaba a hacer las tareas. Yo lo enseñaba a jugar a las bolas y a hacer tirachícharos. Nunca aprendió. Y yo tampoco.
Nos bajamos y caminamos un par de cuadras. La calle está superoscura y ya estoy viendo que me voy a tener que fajar si alguien se mete con nosotros. Allá en la esquina hay un farol. Una sombra. A ese mismo es al que le voy a meter los cuatro trompones si nada más me dice “ji”. El que da primero, da dos veces. Pero no. Resulta que es otro policía. Y vaya, no hace falta que diga que nos viene para arriba y nos pide ya se sabe qué. Orlando se mete la mano por dentro del pantalón, hasta los mismísimos huevos y saca el suyo. Lo frota un poco contra la camisa y se lo da. El policía no se mueve. Mira el carné de Orlando pero no estira la mano para cogerlo. Orlando se lo acerca más, se lo ofrece con una sonrisa amable, le dice “tome”. Nada. Al final me devuelve el mío y nos dice que sigamos ciudadanos “tenga buenas noches”. Eso espero, de verdad que sí.
Hasta que al fin llegamos a la fiesta. Si es que a aquello podía llamársele así. Todavía no habíamos ni entrado y chocamos con una pareja medio borracha. La mujer no hizo más que vernos y empezó a hacer arqueadas. En cuanto Orlando la besó a ella le dio por vomitar. Y vomitar. Y vomitar. Después se sentó en el quicio de la puerta y no la vi levantarse más. Lo peor es que me salpicó los pies y las sandalias. Y no hay nada que yo resista menos que la peste a vómito. Dazra, pensé, procura haber venido porque voy a terminar dándole candela a todo esto.
No había llegado. Saludé y me dieron un trago. La gente estaba sentada en círculo en el piso, así que me senté también. Jugaban a la botellita. Los castigos eran besos en la boca y cosas por el estilo. Todo el mundo se besaba en la boca. Los hombres con las mujeres. Las mujeres con las mujeres. Los hombres con los hombres. Y una de las mujeres con un gato amarillo que andaba dando vueltas por allí. Yo no tenía ganas de darle un beso en la boca a nadie. Solo quería que llegara Dazra Novak. Hasta que llegó. Pero no lucía nada del otro mundo. Ni siquiera tenía un buen culo, según mi modesto punto de vista. Sin decir ni esta boca es mía se me sentó al lado y dijo que aunque no le tocara quería darle a alguien un beso en la boca. Entonces se viró para donde yo estaba y me lo dio. Y cuando a mí me dan un beso en la boca yo pierdo la cabeza y nada más pienso en singar. Me cuesta tremendo trabajo darme cuenta de que estoy en un parque, o en una guagua, o en una fiesta donde hay pila de gente jugando a la botellita y dándose besos en la boca los unos a los otros. Por suerte ella no dejó que me impulsara. Enseguida se quitó y dijo en voz alta “qué boca más rica tiene este hombre” y le volvieron a dar vueltas a la botella.
Cuando me la llevé no podía ni con su alma. Arrastraba los pies y decía “llévame para la cama, papi” y se reía. Por poco tengo que cargarla. Claro que la llevaba para mi cama. Por eso nada más había ido a la fiesta. Porque quería llevármela para mi cama como se la había llevado todo el mundo. Hasta Orlando. Él mismo me había dicho “llévatela compadre, yo no me pongo bravo, aquí nadie es de nadie”. La guagua venía llena de rockeros que volvían de un concierto en Alamar. Dazra conocía a un par de ellos y me lo dijo. Cantaban altísimo en inglés. Al final decían “Zombie, zombie, zombie-e-e” y Dazra movía la cabeza. Yo sentía que el pelo le olía como a madera vieja, a yerba, a marihuana. Entonces le pasaba el brazo por arriba de los hombros y le decía que la iba a llevar para mi cama. Ella sonreía y los rockeros volvían a berrear “Zombie, zombie, zombie-e-e” y Dazra volvía a mover la cabeza. Hicieron el viaje completo con nosotros. Luego bajamos por G hasta la primera parada de la última guagua pero nos pasó un taxi por el lado y le pagué dos CUC con tal de llevarme a Dazra para mi cama. No fuera a ser cosa que se arrepintiera en el último momento.
Cuando cerré la puerta del cuarto me pareció mentira. No sé qué le pareció a ella. Miró las paredes y luego pidió un cepillo de dientes. Preguntó dónde estaba el baño. Pinga, ojalá que hayan arreglado la tubería. Pero no la habían arreglado. El baño estaba sucio y en la mesa del comedor encontré un papel de la vieja que decía “en la cocina hay cuatro cubos de agua y una palangana, ahorra que no hay”. Dazra me miraba en silencio. Le expliqué como pude que las tuberías, el óxido, los edificios viejos, el diablo y la capa. Busqué un jarrito, lo llené, le puse pasta en el cepillo y hasta le di una toalla limpia. Fui para el cuarto y encendí el incienso, no recuerdo qué amigo de Orlando me había dicho que eso no fallaba con las mujeres. Tiré para el piso las revistas y cuando las estaba empujando con el pie para debajo de la cama entró ella con la mitad de la cara mojada y la toalla colgada al cuello. Dijo “ahora voy a hacer pipi”. Yo aproveché para poner música, una metrallita suave y discreta. No se me fuera a asustar. Apagué la luz.
Cuando volvió ya en el cuarto había un olor que volvía loco a cualquiera, yo tenía la pinga a full y me daba lo mismo que crecieran los niños o los accidentes. Se paró un momento en la puerta y después entró y se quitó la ropa como si le hubieran dado una orden. Hubiera preferido encuerarla yo mismo. Me gusta mucho eso: zafar botones, subir sayas, bajar blúmers, desabrochar ajustadores… pero no era tampoco tan terrible. Podía pasarlo por alto. Entonces dijo “dónde está la cámara”. Y yo me quedé sin entender de qué coño estaba hablando. “Debe tener un flash muy bueno para que se vea la foto con tanta oscuridad”. Pensaba que la había traído hasta aquí para tirarle fotos. Qué loca. Pensaba que yo había ido hasta Guanabacoa para después traerla y tirarle fotos. Encendí la luz. Me quité la ropa yo también y le enseñé la pinga bien parada. Le dije “cógeme la cámara, ve, que te voy a tirar fotos de todos los colores”. Ella se acostó en la cama con los ojos muy abiertos y dijo “ven tú”. Le hice de todo lo habido y por haber. Me dejó hacerle de todo. Menos metérsela. Y no porque ella no quisiera. Ella quería. Pero resulta que aquello estaba más nuevo que un regalo del día de las madres. Y con eso sí que yo no juego. Para virgen la de la Caridad del Cobre. En cuanto me di cuenta del fenómeno la pinga se me puso más chiquita que si me hubiera metido en agua fría. Le estuve haciendo cosquillitas en la espalda hasta que se quedó dormida. Lloraba. Me llenó la funda de mocos y de lágrimas y de baba. Pedía “no me dejes sola. Házmelo, anda. No sé por qué paraste”. Yo le contestaba que se durmiera, que otro día…
Entonces toda la gente que decía, el mismo Orlando que contaba… era mentira. O a lo mejor el metilfedinato con whisky me hizo daño. Ya está amaneciendo. Tengo que irme para el trabajo pero me da hasta miedo dejarla sola. Y por lo visto a ella le falta mucho para despertarse. Coño, eso no se hace. Para qué escribe así, entonces. Para qué usa un nombre falso. Si total…
Pero a las intelectuales no hay quien coño las entienda.