[No sé si al personaje de este cuento, en 2007, podría catalogarlo como amigo en la vida real, pero era algo bastante parecido a la amistad lo que teníamos. Todavía hoy, a pesar de haber perdido contacto, considero que tiene mucho talento como escritor. En aquel entonces aprendí de él, gracias a los retos que impuso en nuestros breves encuentros y a sus locas y deliciosas ocurrencias, a ser un poco más atrevida, como decimos en Cuba, a tirarme con la guagua andando. Este fue uno de mis primeros textos, publicado en Cubasí, de entre los que más tarde conformarían el volumen Cuerpo Reservado. Ahora que lo pienso… nunca más me lancé al mar de esa manera.]
Diapositivas
Orlando y yo, en verdad, no nos conocemos. Hemos cruzado apenas dos palabras, sin darnos la mano. En muchos aspectos Orlando y yo somos parecidos. Algunas veces creemos que el mundo vendrá a nosotros: nunca vamos a buscar nada, ni a nadie. Otras, salimos a escena como putas de cabaret y hacemos cualquier cosa por llamar la atención. Cualquier cosa no es más que montarnos un personaje que hable por nosotros, porque en realidad, nadie nos conoce: él se oculta detrás de su cámara fotográfica y yo me escondo en el silencio.
Orlando quiere saber cómo escribo, pero no pregunta directamente, todavía no ha llegado el momento propicio para lanzarse a escena. Me muero por contestar pero él no se decide. Está esperando a que lo salude para preguntar; yo espero a que se acerque para responder. Me hago algunas fotos para mostrarle, ya que ninguno de los dos se decide.
Primera diapositiva:
Ubico la cámara al oeste. Estoy sentada a la izquierda, frente a la computadora. Dejo el cuarto a media luz y enciendo un incienso, la cama me queda detrás. Al fondo tengo un collage que hice yo misma. Es una representación reducida de la cultura cubana, apenas unos pocos recortes de las revistas que tenía a mano: Lezama está enfrascado en una lectura; Bola de Nieve canta Ay amor, si te llevas mi alma… y sonríe; la escena del filme Fresa y Chocolate, donde toman helado en Coppelia y Diego se encuentra una fresa; Santa Camila de la Habana Vieja, Adria Santana discute con Llauradó… El Morro, erguido junto a la bahía. Mi cara se vuelve inexpresiva, suele suceder cuando estoy formando una historia en mi cabeza:
Sentados en el bar, Helena y Osvaldo, conversan animados mientras beben cerveza del mismo vaso. No quisieron pedir dos. Osvaldo ha comprado unos dulces pero Helena no tiene hambre. Osvaldo habla y habla y Helena le escucha mirando a ratos el merengue que quedó en sus labios después de comerse los dulces. No lo escucha, mira el merengue y se pregunta cómo sería besar a este muchacho. Nunca ha besado a alguien con espejuelos.
–Es curioso –dice Helena– ahora mismo he caído en un estado de ausencia. Nada me atrae, nada me interesa más allá de los diez minutos de asombro inicial que cualquier cosa podría provocarme.
–Es curioso, hablas como si estuvieras escribiendo. Primero no hablas, después hablas raro. Muchacha, me da miedo tu rostro.
–¿Por qué?
–No se sabe lo que estás pensando, no sabría decir si te sientes bien, o mal, si estás de acuerdo con lo que digo, o no.
–Eso dicen mis amigos. ¿Qué hacer? Esta soy yo, Helena. Me tomas o me dejas.
–Quédate conmigo.
–¡Qué dices, pero si estoy aquí! –Helena ríe– No pienso irme a ninguna parte.
–Increíble, te ríes. Yo no sabría hacerlo.
–Déjate de locuras, ¿cómo no vas a saber reírte? ¿Nunca te ríes de ti mismo?
–No, la verdad es que no. Me sale una mueca estúpida la mayoría de las veces. Lo intento pero es inútil, yo no sé reír.
–Qué triste… Te voy a ayudar, mira.
Helena comienza a hacer muecas…
Segunda diapositiva:
Ahora la cámara está situada al norte. Yo a la derecha, más cerca que antes. Detrás, la puerta donde pinté unas letras chinas con acuarela blanca, son símbolos de Reiki. Un librero perfectamente organizado, lo confieso, mis libros están perfectamente organizados. Después del librero hay otra puerta con recortes de revistas tapando el comején. Einstein escribe en una pizarra y se burla de mí; Virgilio Piñera no, él está serio, muy serio y me mira pensativo; el Pan de Azúcar lo coloqué junto al Cristo de La Habana, dos cristos con los brazos abiertos, uno solo no da abasto. Martí, por supuesto, una de sus tantas fotos y al lado la imagen de un gato cayendo con el letrero lo difícil es caer siempre de pie. Seguramente en este punto mi cara se endurece, seña de que aún no logro amarrar la idea, pero ya me quité la blusa.
Osvaldo ha comprado unos dulces pero Helena no tiene hambre, se pregunta cómo será esta muchacha. Le atrae el misterio de ese rostro inexpresivo. Ella le hace muecas, él finge reír para complacerla. No entiende cómo puede haber un cambio de expresión tan brusco, es un monstruo, esta chica es un monstruo. Ella deja de reír cuando Osvaldo le toma la mano y la mira atentamente, le da vueltas, observa la palma de la mano, las líneas, los nudillos, la forma de las uñas.
–¿Me vas a leer la mano?
–No, no sé hacer eso. Podría intentarlo, pero no. Es curioso…
–¿Qué?
–Tienes manos de mujer.
–Soy una mujer.
–Me refiero a… tienes manos de mujer madura. No tienes edad para eso.
–No me gustan mis manos. Demasiadas venas, demasiado gruesas, demasiada sangre…
Tercera diapositiva:
Esta diapositiva es tomada desde el sur, desde la puerta de entrada. Yo estoy de espaldas a la cámara. Detrás de la mesa hay una ventana blanca, una ventana sin paisaje alguno, salvo unos ladrillos mohosos que matarían la inspiración de cualquier poeta. El teléfono lo tengo bien cerca, por si alguien llama (nunca Orlando). La lámpara de mesa está encendida, el humo del incienso espesa el ambiente. Mis manos están sobre el teclado. Empecé a sentir calor y me recogí el pelo. Estoy en ropa interior.
Helena se queda en silencio por un rato. Osvaldo advierte su cara de preocupación. Reconoce en el rostro un pequeño asomo de angustia pero no se atreve a preguntar.
–Cuando uno no se siente bien, lo mejor es ir al mar.
–¿Al mar?
–Caminas directo hasta el mar, y entras con todo lo que tengas encima, con todo. No importa si mojas el reloj, los papeles, el dinero, los zapatos.
– Qué gracioso.
–Créeme, funciona. Una vez dentro sigues caminando hasta lo profundo. Cuando el agua te llega al cuello y ahogarte se convierte en una posibilidad real, cuando tienes la muerte tan cerca, todo vuelve a tomar sentido. Es la parte donde sales del agua, y empiezas todo de nuevo…
Cuarta diapositiva:
El flashazo viene del este. La cámara está situada sobre la cama. Yo estoy de espaldas, completamente desnuda. Mis manos se mueven sobre el teclado y aumentan la velocidad, aquí comienzo a abrir las piernas, mi sexo queda completamente apoyado sobre el asiento. Comienzo a sentir cada vez más calor.
Helena no sabe si aceptar o no la invitación de Osvaldo. ¿Ir al mar? ¿Será capaz de meterse con todo en el agua? Helena empieza a pensar en las cosas que trae en la mochila, las cosas que recuerda: un disco de Sade (su disco favorito), el borrador de “Diapositivas”, su último cuento, veinte pesos, algunos papeles, y quien sabe qué otra cosa. Pero es tarde, caminan en dirección al mar. Osvaldo camina despacio, se siente un poco mareado por la cerveza, con una es más que suficiente para hacerle perder el equilibrio.
–Me gustan los pinos, esos bien altos.
Helena no le responde. Llegan al mar y ella le dice que no entrará con todo. Hay cosas que le gustaría conservar. Entrará, sí, pero se quitará el reloj, las sandalias y dejará la mochila en la orilla. Osvaldo se bañará en calzoncillos. Hace un bulto con las botas, la camisa, el pantalón, los espejuelos. Helena no espera, Osvaldo no ha terminado de quitarse la ropa y ella lo observa desde el agua. Es muy alto, Osvaldo no tiene un cuerpo atlético pero es interesante. Debe ser un buen amante. Justo lo que necesita Helena, un buen amante.
–Debes estar muy mal, te metiste en el agua con toda la ropa. ¿Cómo regresarás?
–Mojada.
–Ven, apóyate en mí.
–Si nos roban las cosas no sé qué vas a hacer. Regresar a Lawton en calzoncillos no debe ser gracioso.
–Tú me acompañas.
Osvaldo sostiene a Helena dentro del agua. Se da cuenta de lo pequeña que es. Pequeño monstruo. Helena empieza a reírse de la gente que pasa. Osvaldo le recuerda que es miope:
–No permito chistes a larga distancia. Solo veo bultos, no abuses.
La tarde transcurre apacible, el mar está tranquilo y ellos deciden salir. Cuerpos mojados a la orilla del mar. Sentados, permanecen en silencio. Helena se pregunta por qué no hicieron el amor dentro del agua, dos cuerpos tan cerca, ella en los brazos de él, ¿qué le impide besar ese rostro todavía húmedo?, labios salados seguramente. Helena mira el mar.
–¿Qué tal si nos vamos ya? –dice Osvaldo– Tengo hambre… y se está haciendo de noche.
Osvaldo le pregunta pero en realidad desea que ella diga que no, que se irá para su casa, para Lawton, quiere que ella le pida hacer el amor allí mismo, ahora. ¿Por qué no hicieron el amor en el agua? ¿Por qué no se besaron si él la sostenía en sus brazos y sus caras quedaban tan cerca? ¿Por qué caminan ahora hacia la avenida, por qué buscan un taxi cada uno, en sentidos contrarios, en lugar de besarse allí mismo?
En este punto el fotógrafo tiene una erección. Se para tras de mí para ver si escribo de una vez. Siento su respiración en mi nuca.
–Un poco rosa tu historia, ¿eh?
Instantáneas: Dejo de escribir, me levanto, besos, mi boca en su pene, gemidos, sus gemidos, hacen el amor a la orilla del mar, no, no estaría bien, sus testículos están duros, hacen el amor en el agua, ahora es él quien besa mi sexo, Helena le pide que la bese, no, ¿por qué tiene que ser ella quien lo pida?, me penetra por detrás, duele, Helena no lo ama, no le interesa amarlo, por delante ahora, yo encima, Osvaldo le pide hacerlo, me pide que no me mueva así, no podrá aguantar, no lo oigo, termina, no harán el amor en la playa, nunca harán el amor, está decidido. El fotógrafo, bastante frustrado, cierra la puerta tras de sí y me deja sola.
Comienzo a teclear con violencia. Siento rozar mis brazos con mis senos, los pezones están duros. La temperatura es agradable. Ahora tengo el pelo suelto. Masajeo los muslos mientras busco la palabra, le mot juste. Mis piernas están abiertas y la tela de la silla se humedece. Comienzo a dar vueltas en la silla, vueltas y vueltas hasta que doy con la frase casi perfecta. Me levanto y me siento a horcajadas, con el pecho apoyado al espaldar. Mis nalgas se inclinan hacia atrás, mi sexo queda completamente abierto. Tecleo las últimas palabras: Osvaldo miró el auto hasta que se perdió en el tráfico de la avenida.
Si el fotógrafo no se hubiera ido no tendría que masturbarme ahora. Leo el texto, me parece bien. Tendré que dárselo a alguien más para ver si funciona.
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