I
La abuela ha muerto. Sentada en un sillón veo caer la lluvia a través del cristal de la ventana. El entierro será a las tres. Los murmullos de la gente en el salón crean una atmósfera tensa, a medio camino hacia la muerte. Esta noche hará frío seguramente.
No me acerco a la caja, nunca he podido ver la cara de los muertos.
Me quedo tranquila en el sillón sin hablar con nadie. Ella llega y saluda a todo el mundo, después se sienta a mi lado. Se me aguan los ojos. No la veía desde hace dos años. Sigue linda como siempre. La gente empieza a murmurar cosas, nos miran. Yo comienzo a mecerme en el sillón y ella se levanta, se aleja de mí.
Traen las coronas: De tus hijos, con cariño; De Ramón y familia; Descansa en paz, madre… Coronas hechas con flores viejas, flores que les quitan a unos muertos para ponérselas a otros muertos. La familia lo sabe pero no se puede hacer nada, es inconcebible un muerto sin flores.
Voy hasta donde han colgado las coronas y arranco un gladiolo. Yo sé que la abuela entenderá esto. Me acerco a ella y le doy la flor, o al menos lo intento. Ella mira a su alrededor, cesaron por completo los murmullos. Silencio. Hace un gesto de desprecio y vomita el desayuno.
–Lesbianas de mierda –dice en voz baja la hija mayor de la abuela.
Ella se va junto a mi madre que está al lado de la caja. Se abrazan llorando y miran a la abuela muerta.
Alguien limpia el desayuno en medio del salón.
II
Dicen que la lluvia en los entierros es buena, es señal de que el espíritu sube sin hacer escalas, sin juicio alguno, directo al cielo. La gente conversa en voz baja, disimula, pero en realidad todos están preocupados porque ya son casi las tres y la lluvia no cesa. Nadie quiere mojarse. Me he traído la guitarra porque no tuve tiempo de pasar por casa. Vine como mismo estaba cuando me avisaron que la abuela había muerto: la blusa roja y la guitarra al hombro. No me di cuenta hasta que llegué y todas las viejas me miraron desconcertadas.
Ella llegó y saludó cortésmente, después se sentó a mi lado, no me dio el pésame, no me dijo nada. Se me aguan los ojos, no la veía desde hace dos años. Sigue linda como siempre. La gente empieza a murmurar cosas, nos miran sin disimular. Yo comienzo a mecerme y ella se levanta. Se aleja de mí.
Saco la guitarra y empiezo a cantarle su canción preferida: quien pudiera ser, la naturaleza que te arrulla y que te invade… Viene el cura de la iglesia adonde iba mi abuela y me arrebata la guitarra de las manos, la tira contra el piso. No le basta con eso y salta sobre ella. El pastor rompe mi guitarra en el nombre de Dios.
Ella me pide que, por favor, no moleste, es el funeral de mi abuela. Una persona muy religiosa:
–Aprende a comportarte, la muerte no es un juego –me dice.
Alguien recoge los restos de mi guitarra en medio del salón.
III
Si no deja de llover tendremos que salir así mismo. Ya casi son las tres. La gente está molesta, nadie pensó que lloviera de esa manera y no hay sombrillas. Escucho el murmullo de las voces hablando todavía de lo mismo y sigo escribiendo en mi libreta de apuntes:
Ella llega y se sienta mi lado después de saludarlos a todos. Me hace señas y nos vamos al fondo del salón, detrás de las columnas. Sigue tan linda como siempre. No puedo aguantar y la beso, nos besamos. El nieto preferido de la abuela llega junto a nosotras para avisarnos que son las tres. Al vernos se molesta:
–Lesbianas de mierda –dice entre dientes y me da un puñetazo.
Caminamos hacia la calle. Una procesión fingida detrás de la caja, todos en silencio detrás de la abuela muerta.
Alguien limpia mi sangre detrás de las columnas, al fondo del salón.
Ella se sienta a mi lado. Sigue tan linda como siempre:
–Mi marido está por llegar –me dice.
No le contesto. Sigo escribiendo en mi libreta de apuntes:
Me acerco a la caja. Por primera vez miro su cara muerta antes de bajarla a la tumba. La abuela saca una mano y me acaricia la cabeza.
–Mañana vendré a las once, a la misa –le digo.
–No la olvides. Ella también te ama, aunque no quiera reconocerlo.
Todo el mundo se va corriendo porque llueve más fuerte ahora. El pastor quiso decir unas palabras pero todos salieron apurados dándole la espalda y se metieron en los autos.
IV
La misa terminó a las doce. No demoró mucho, o quizás fue que el tiempo pasó rápido. La iglesia está en reparación. En el medio, donde deberían rezar los hijos de Dios, hay una pila enorme de sacos de cemento. La gente se acomoda como puede en otro recinto igual de inhóspito, a la izquierda, en un pequeño salón improvisado. El cura habla pero yo no lo escucho. Me pregunto si ella verá todo esto, si, después de todo, valió la pena rezar tanto para tener este adiós teatral.
Salgo de la iglesia mientras ellos se persignan y se desean la paz de Cristo. Ella está afuera esperándome, ninguna de las dos creyó nunca en Dios. Caminamos en silencio hasta la tumba de la abuela. El entierro fue ayer pero no han puesto la lápida todavía. Una espantosa montaña de coronas sobre las tumbas vecinas, un olor horrible a flores muertas, a cuerpo podrido nos ahoga. Al acercarnos a la tumba de la abuela se levanta una nube de insectos. Es imposible permanecer mucho tiempo allí.
Mientras buscamos la salida del cementerio ella me habla de su vida, su matrimonio, sus dos hijos, pequeños todavía. No me olvida, a pesar de todo, hay noches en las que no puede dormir. Todo en la ciudad le recuerda a mí, siempre en la radio, una canción, el mar, todo. Pero ahora tiene dos hijos, está casada…
Justo en la salida, contrariada ante mi silencio por fin me hace la pregunta:
–Y tú… ¿eres feliz?
–A uno lo entierran una sola vez en la vida.